120.000 millones de euros es el montante  que a juicio de la Comisión Europea nos cuesta a los europeos la corrupción que campa a sus anchas en el viejo, y ahora enfermo, continente. Uno de cada cuatro euros destinados a los contratos públicos se queda en manos de los corruptos. Es decir, el 25% de la contratación pública se va a los bolsillos y a las cuentas de los corruptos. En otras palabras, buena parte de los fondos públicos destinados a la prestación de servicios públicos y a la construcción de obras e infraestructuras públicas no cumplen el fin de interés general previsto sino que desvían a intereses particulares o privados.
En España, según este informe,  como estos días se está comentando profusamente, 47.000 millones de euros se pierden en el proceloso mundo de la corrupción a causa de estas prácticas en la licitación pública, alrededor del 18% del PIB. El informe de la Comisión Europea señala, además, que en España el 95% de la población está convencida que la corrupción es general.
Las causas de la corrupción en nuestro país también se reflejan en el informe de la UE. En concreto, junto a los contratos públicos, aparecen la financiación de los partidos políticos y el manejo de las competencias urbanísticas en los ámbitos autonómicos y locales. Nada de extrañar por otra parte a juzgar por el número y calidad de los escándalos de corrupción que la prensa publica un día y otro también.
También debería llamar a la reflexión general otro dato que suministra el informe de la UE en relación con España. Se refiere a la opinión de los empresarios. El 97% de las empresas española indica que hay corrupción en la Administración pública y un 83% opina que estas prácticas están muy extendidas en el mundo de las licitaciones públicas. En este campo, los sobornos y las adjudicaciones fraudulentas se llevan la palma. La oficina antifraude de la UE señaló no hace mucho algo que debiera mover a la meditación, y, a renglón seguido, a la acción: en uno de cada tres contratos públicos examinados en España se observó alguna suerte de soborno. Y el Tribunal de Cuentas del reino de España lleva tiempo advirtiendo de la existencia de prácticas y usos que burlan los principios de publicidad y concurrencia. Por ejemplo, el fraccionamiento de la cuantía de los contratos públicos.
Tales registros evidencian, quien lo podrá negar, la existencia de fallos, no pequeños, en la función de control y vigilancia. Por eso, la UE, que desconfía de la independencia de nuestros órganos de control, mayoritariamente en manos del poder ejecutivo, recomienda una evaluación independiente de estos contratos así como de las decisiones en materia urbanística. Eso significaría, ni más ni menos, que pasaríamos de un sistema de control dependiente del poder político, a un sistema de control independiente. Algo que, por más que pueda escandalizar a propios y extraños, será muy difícil de implementar salvo que los dirigentes actuales se caigan de la burra y empiecen a pensar en los problemas reales de la ciudadanía y no en cuestiones de supervivencia o eternización en la cúpula.
Quienes dentro de unos años estudien y analicen la calidad del control de este tiempo no darán crédito a lo que ahora estamos viendo. Tenemos, es cierto, muchos instrumentos de control formal. Pero no tenemos control material, control de verdad, que es el control que hace quien no depende, de una u otra manera,  del controlado. Por aquí debiéramos empezar, ¿verdad?.
 
Jaime  Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es