Estos años de  crisis, también el 2014, pasarán a la historia como tiempos en los que poco a poco, en unos países a más velocidad que en otros, se fueron apagando las señas de identidad de un sistema político, económico y social presidido por la centralidad del ser humano. Más bien, las tecnoestructuras del poder financiero y del poder político, íntimamente relacionadas, dictaron su ley y terminaron por exprimir hasta los tuétanos a una población, en general incauta, sumisa  y entregada a unos recortes que minaron las más elementales condiciones de dignidad de la persona humana. Un empeoramiento de la calidad de vida de muchos ciudadanos que, afortunadamente, empiezan a tomar conciencia de lo que pasa y, sobre todo, de sus causas, que es lo más importante.
El Estado de derecho, al menos materialmente, se ha convertido en un Estado de  partidos y de instituciones financieras. La democracia por momentos queda reducida a la dictadura del procedimiento. El sistema económico ha sido secuestrado por  determinadas  minorías. Las instituciones financieras, movidas por la maximización del beneficio en el menor  tiempo posible, han seguido financiado a partidos y administraciones públicas preferentemente. Al final, desde las terminales tecnoestructurales de la vieja y enferma Europa se  han ido minando los cimientos de un Estado de bienestar rendido a los pies de quienes de verdad deciden y disponen cómo  deben conducirse los asuntos generales. Se ataca sin cuartel a los seres humanos que vienen de camino, se manipula por doquier y se pretende eliminar a quienes estando a punto de dejar de ser se consideran inútiles.
Nada menos que 115 millones de personas en Europa se encuentran en riesgo de pobreza y exclusión social, sin contar los 100 millones que están a punto de traspasar la frontera. Se trata de muchas personas de clase media o media-baja que han sido despedidas de sus trabajos en estos años de aguda y dolorosa crisis que se ha cernido sobre el llamado mundo occidental.
El Estado de bienestar, una de las mejores conquistas de la justicia social que imaginar se pueda, ha caído estrepitosamente por la pésima gestión y administración de estos años. Tal ausencia de rigor en las cuentas públicas se ha debido, entre otras causas, a que muchos dirigentes públicos, de uno u otro color político, confundieron medios con fines. En lugar de atender al interés general, al interés de todos y cada uno de los ciudadanos como miembros de la comunidad, se concentraron en el interés particular desde todos los puntos de vista.  Afloró una corrupción que en el sector público campa a sus anchas, el urbanismo sigue siendo una terreno bien abonado para el tráfico de la información privilegiada y la contratación pública un espacio repleto de ilícitos penales y administrativos. Los partidos siguen siendo las instituciones más desprestigiadas y a duras penas se abren a la democracia que proclama la Constitución.
El populismo se asoma al tablero político como lógica consecuencia de la profunda crisis de la forma de hacer política y de la incapacidad de emprender reformas, no leves retoques, del calado y la profundidad que la situación reclama. La corrupción en la vida partidaria y la capacidad de saltarse las ideas de la militancia sin el más mínimo descaro  abonan el terreno a estos nuevas demagogias que sin hacer nada se encuentran representando a millones de ciudadanos desolados y decepcionados ante lo que ven, y sufren,  a diario.
En este panorama, se olvidó la relevancia del pensamiento crítico, se mercadeó con los más fundamentales de los derechos humanos y se condenó a relevantes mayorías de ciudadanos al ostracismo.  Incluso las consecuencias de tal proceder están a la vuelta de la esquina y en este tiempo son bien explícitas en el mundo occidental. Una crisis moral de gravísimas consecuencias que en modo alguno se arregla con medidas económicas. La economía y las finanzas claro que merecen una reforma, y de calado. Pero lo más importante, sin duda, es la devolución al pueblo de su posición central en el sistema. La democracia no es sólo procedimiento, no es sólo forma. La democracia precisa vitalidad, que corra la sangre de la participación y la libertad por sus venas.  Y hoy la participación de la ciudadanía se reduce a ir cada cierto tiempo a votar. Por eso, la gran asignatura pendiente de este tiempo es democratizar esta democracia, desmercantilizar el mercado y, sobre todo, garantizar que la dignidad del ser humano y sus derechos inviolables vuelvan a ocupar el centro del sistema político. Esperemos que 2015 signifique el inicio de la vuelta a una democracia entendida como el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, no como el gobierno de una minoría, por una minoría y para una minoría.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es