Ética y política
La relación entre Ética y Política, entre la rectoría de los asuntos públicos y la dimensión moral, es un problema intelectual de primer orden, de gran calado, desde luego hoy presente en las grandes, y pequeñas, cuestiones que afectan a la vida de los seres humanos. Desde los inicios mismos del pensamiento filosófico y a lo largo de toda la historia en Occidente ha sido abordado por tratadistas de gran talla, desde las perspectivas más diversas y con conclusiones bien dispares. Y por mucho que se haya pretendido traducir algunas de ellas en formulaciones concretas, la experiencia histórica ha demostrado sobradamente que ninguna puede tomarse como una solución definitiva a tan difícil cuestión. En realidad, la democracia como forma de gobierno encierra en sí misma una fuerte componente ética pues consiste esencialmente en gobernar para la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos a través de su participación real en los asuntos que vertebran el interés general en el marco del Estado de Derecho.
La dignidad de la persona y los derechos fundamentales ocupan en este tema una posición capital. Hasta el punto de que el ejercicio del poder público en la democracia debe ir orientado y dirigido a que las personas se puedan realizar libre y solidariamente de la mejor forma posible en la vida social. Sobre esta base, sobre el suelo firme de nuestra común concepción del ser humano (que se explicita de algún modo en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948), es sobre lo que puede asentarse la construcción de nuestro edificio democrático.
El centro de la acción política es la persona. Ahora bien, la persona no puede ser entendida como un sujeto pasivo, inerme, puro receptor, destinatario inerte de las decisiones públicas. Definir a la persona como centro de la acción política significa no sólo, ni principalmente, calificarla como centro de atención, sino, sobre todo, considerarla el protagonista por excelencia de la vida pública.
No obstante, afirmar el protagonismo de la persona no quiere decir darle a cada individuo un papel absoluto, ni supone propugnar un desplazamiento del protagonismo ineludible y propio de los gestores democráticos de la cosa pública. Afirmar el protagonismo del individuo, de la persona, es poner el acento en su libertad, en su participación en los asuntos públicos, y en la solidaridad.
En el orden político se ha entendido en muchas ocasiones la libertad como libertad formal. Siendo así que sin libertades formales difícilmente podemos imaginar una sociedad libre y justa, también es verdad que es perfectamente imaginable una sociedad formalmente libre, pero sometida de hecho al dictado de los poderosos, vestidos con los ropajes más variopintos del folklore político.
Las sociedades realmente libres son las sociedades de personas libres. El fundamento de una sociedad libre no se encuentra, única y exclusivamente, en los principios constituyentes, formales, sobre los que se asienta su estructuración política. El fundamento de una sociedad libre está en los hombres y en las mujeres libres, con aptitud real de decisión política, que son capaces de llenar cotidianamente de contenidos de libertad la vida pública de una sociedad. Pero la libertad, en este sentido, no es un estatus, una condición lograda o establecida, sino que es una conquista moral que debe actualizarse constantemente, cotidianamente, en el esfuerzo personal de cada uno para el ejercicio de su libertad, en medio de sus propias circunstancias.
Afirmar que la libertad de los ciudadanos es el objetivo primero de la acción política significa, en primer lugar, perfeccionar, mejorar, los mecanismos constitucionales, políticos y jurídicos que definen el Estado de Derecho como marco de libertades. Pero, en segundo lugar, y de modo más importante aún, significa crear las condiciones para que cada hombre y cada mujer encuentre a su alrededor el campo efectivo, la cancha, en la que jugar, libre y solidariamente su papel activo, en el que desarrollar su opción personal, en la que realizar creativamente su aportación al desarrollo de la sociedad en la que está integrado. Creadas esas condiciones, el ejercicio real de la libertad depende inmediata y únicamente de los propios ciudadanos, de cada ciudadano. Probablemente por este camino deben discurrir algunas de las más relevantes manifestaciones de regeneración democrática que requiere nuestro sistema político. Sin embargo, seguimos enzarzados en cuestiones de poder, de estructuras, de unilateralidad y, así, el camino hacia la plena realización de la dignidad de cada ciudadano encuentra no pocos obstáculos, no pocas dificultades en quienes debieran regir los asuntos del común para proteger, defender y promover las libertades y los derechos humanos.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana
Los Entes públicos territoriales
Hoy, las modernas tendencias de las ciencias sociales nos advierten, a pesar de lo que constatamos en la real realidad, acerca de la superación del pensamiento único, que tanto ha influido en el modo de acercarse al estudio de tantos conceptos e instituciones. Aplicándolo al tema de los gobiernos locales y autonómicos, podríamos señalar que los Entes territoriales locales se definen por contraposición con los autonómicos en tanto que la autonomía local supone un espacio de minusvaloración del sistema autonómico. En consecuencia, nos hallamos con que la necesaria revitalización de la dimensión local será abortada a partir del pensamiento único que pretende erigir a los Entes autonómicos como únicos depositarios de la autonomía real del pueblo que habita la Comunidad Autónoma, considerando a las Corporaciones locales prácticamente como instituciones enemigas en tanto que compiten en la gestión de servicios públicos en territorios más o menos coincidentes. Es decir, la autonomía local introduce un elemento de diferenciación que sería casi incompatible con la homogeneidad autonómica.
Nuestra Constitución ayuda a entender la funcionalidad y alcance de los Entes territoriales, la dimensión abierta, plural, dinámica y complementaria que rezuma su contenido. Porque, ¿cuál es el legado constitucional? Un amplio espacio de consenso, de superación de posiciones encontradas, de búsqueda de soluciones, de tolerancia, que, hoy como ayer, siguen fundamentando nuestra convivencia democrática.
Este espíritu de diálogo aparece cuando se piensa en los problemas de la gente, cuando detrás de las decisiones a adoptarse aparecen las necesidades y las aspiraciones legítimas de los ciudadanos. Sólo entonces se dan las condiciones que hicieron posible la Carta Magna: la mentalidad dialogante, el pensamiento reflexivo, la búsqueda continua de puntos de confluencia y la capacidad de conciliar y de escuchar a los demás; y, lo más importante, la disposición para empezar a trabajar juntos por la justicia, la libertad y la seguridad desde un marco de respeto.
Hoy, sin embargo, es evidente que el panorama social y político se ha alejado de aquel ambiente de concordia que hizo posible la Constitución de 1978. Por eso es preciso recuperar ese espíritu de acuerdo, asumiendo la necesidad de pensar menos en el poder y más en el bienestar de la gente. Así será más fácil hallar el necesario ambiente de equilibrio entre los Poderes territoriales desde el que, en el marco del pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario, se podrá servir con mayor objetividad al interés general y, por ende, a todos los ciudadanos. Algo, en estos tiempos inciertos, indispensable para el progreso social.
Jaime Rodriguez-Arana
@jrodriguezarana
Sobre el derecho administrativo global
Ciertamente, uno de los peligros que se avizoran cuando nos acercamos al estudio de la Administración global, del espacio jurídico-administrativo global y, sobre todo, cuando estudiamos el Derecho Administrativo Global, es la facilidad con la que estas nuevas realidades jurídicas y estructurales pueden escapar al control, al sistema de “accountability” o de rendición de cuentas que debe caracterizar a una verdadera y genuina Administración democrática. Por eso, ahora que percibimos la emergencia de este nuevo Derecho Administrativo en el que existe, todavía “in fieri”, una nueva Administración global que opera en el nuevo espacio jurídico global, es fundamental desde ya que los principios sobre los que va a descansar esta nueva realidad jurídico-público se inscriban claramente en los postulados del Estado de Derecho.
En este sentido, los profesores Kingsbury, Krisch y Stewart son conscientes de que puede haber determinadas regulaciones globales que pueden afectar de manera distinta a unos Estados y a otros cuestionándose incluso el régimen del Derecho Internacional Público. Para resolver este escollo, es menester que los regímenes intergubernamentales construyan estándares de Derecho Administrativo y técnicas jurídicas generales a las que los gobiernos nacionales deban adecuarse con el fin de asegurar que los principios del Estado de Derecho sean respetados.
Precisamente para esta tarea surge el Derecho Administrativo Global. Para que la nueva Administración Global que opera, aunque todavía de manera incipiente en el nuevo espacio jurídico-administrativo global, funde toda su actividad en el marco de unos principios que no pueden ser otros que los del Estado de Derecho. Para eso surgió el Derecho Administrativo como un instrumento de civilidad que asegure que el Derecho está por encima del poder o, por mejor, decir, para racionalizar, para humanizar el ejercicio del poder público.
Es verdad que ahora se pone el acento en la rendición de cuentas, en la transparencia, en la racionalidad, en la evaluación, en la legalidad y, entre otros paradigmas, en la participación. Estos son los nuevos principios que ahora están de moda en los estudios de Derecho Administrativo Global. Ahora bien, siendo muy importante que las formas de producción de actos administrativos y de normas de la Administración Global estén inspirados por el primado de estos principios, no podemos olvidar que el Estado de Derecho, además, trae consigo, como conquista irrenunciable, la centralidad de los derechos fundamentales de las personas y el equilibrio y separación entre los poderes. Si sólo atendemos, en el estudio de los principios, a criterios de eficacia o de eficiencia y nos olvidamos de la manera en que el poder administrativo global incide en la mejora de las condiciones de vida de la ciudadanía podríamos caer en una perspectiva puramente funcionalista del Derecho Administrativo Global.
En alguna medida, la crisis de la regulación en relación con la actividad financiera a nivel nacional en algunos Estados pone de manifiesto la importancia de una regulación global que pueda atender y realizar su papel ante fenómenos que en sí mismos son globales, tales como el sistema financiero y la economía. El control de la economía por el Derecho Administrativo no es más que la garantía, necesaria para que los agentes trabajen en un clima de confianza, de que el sistema de mercado se mueve en un marco de racionalidad y equilibrio.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana
Persona y buena administración pública
El ser humano, con el cúmulo de circunstancias que lo acompañan en su entorno social, es el auténtico sujeto de los derechos y libertades. A ese hombre, a esa mujer, con su determinada edad, su grado de cultura y de formación, mayor o menor, con su procedencia concreta y sus intereses particulares, propios, legítimos, es a quien la Administración pública sirve objetivamente para que se pueda desarrollar en libertad solidaria.
La centralidad de la persona es la primera y principal característica de una buena Administración pública. Hasta el punto de que si no existiera no podría hablarse de una Administración democrática porque lo que caracteriza a la Administración del Estado de Derecho, de la democracia, es precisamente el servicio a la ciudadanía, su tendencia a la mejora de las condiciones de vida de las personas, su vinculación con la protección y promoción, por tanto, de todos los derechos fundamentales de todas las personas.
En una democracia avanzada las personas ya no son sujetos inertes que, sin más, reciben pasivamente bienes y servicios de los poderes públicos. Ahora, la cláusula del Estado social y democrático de Derecho trae consigo una nueva funcionalidad para los ciudadanos al convertirse en sujetos activos, protagonistas en la determinación del interés general y en la evaluación de las políticas públicas. Es decir, por el hecho de ser personas disponen de un derecho fundamental a que los asuntos de la comunidad, los asuntos que se refieren al interés general, deben ser gestionados y administrados de la mejor forma técnica posible. Es decir, para la mejora de las condiciones vitales de las personas, para que cada ser humano se pueda desarrollar en libertad solidaria. Para que todos los ciudadanos disfruten de estándares crecientes de calidad en el ejercicio de todos los derechos fundamentales
La buena Administración pública aspira a colocar en el centro del sistema a la persona y sus derechos fundamentales. Desde este punto de vista, es más sencillo y fácil llegar a acuerdos unos con otros porque de lo que se trata es de una acción pública de compromiso real con la mejora de las condiciones vitales de los ciudadanos.
En efecto. Cuando las personas son la referencia del sistema político, económico y social, aparece un nuevo marco en el que la mentalidad dialogante, la atención al contexto, el pensamiento reflexivo, la búsqueda continua de puntos de confluencia, la capacidad de conciliar y de sintetizar, sustituyen a las bipolarizaciones dogmáticas y simplificadoras, y dan cuerpo a un estilo que, como se aprecia fácilmente, busca, por encima de todo, mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos. En este marco, la efectividad de los derechos sociales fundamentales es una característica de la acción de una buena Administración pública.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana
Una buena administración pública
En este tiempo se subraya con frecuencia la importancia de contar con una buena administración por contraste con lo que en términos generales experimentamos los ciudadanos en nuestras relaciones con las Administraciones públicas. En efecto, en estos años del modelo estático del Estado del bienestar, la Administración ni ha servido al pueblo, ni lo ha hecho objetivamente, ni, evidentemente, ha tendido al interés general. Por eso en este tiempo de crisis, la consideración de la función promocional de la Administración pública en relación con los derechos sociales fundamentales invita a un replanteamiento del entero sistema administrativo para que recupere su lógica y recupere su función instrumental al servicio objetivo del interés general.
La ingente tarea que supone construir una buena Administración pública requiere profundizar en una idea sustancial: asegurar y preservar las libertades solidarias reales de la población. Desde esta perspectiva, la Administración pública aparece como uno de los elementos clave para asegurar que las aspiraciones colectivas de los ciudadanos puedan hacerse realidad. Para que los derechos sociales fundamentales puedan ser realizados por todas las personas, cada vez en mejores condiciones.
Por lo tanto, la Administración pública nunca podrá ser un aparato que se cierre a la creatividad, o la impida con cualquier tipo de trabas, ni tampoco podrá dejar -especialmente a los más débiles- al arbitrio de intereses egoístas. La buena Administración pública se realiza desde esta consideración abierta, plural, dinámica y complementaria de los intereses generales, del bienestar integral de los ciudadanos. Es decir, al servicio de los derechos sociales fundamentales.
En efecto, el pensamiento compatible hace posible que al tiempo que se hace una política de impulso de la sociedad civil, no haya compuertas que limiten una acción de la Administración pública que asegure la libertad de disfrutar, por ejemplo, de una justa y digna jubilación de nuestros mayores, que limiten la libertad de disponer de un sistema de salud para todos, que recorten la libertad de que todos tengan acceso a la educación en todos sus niveles, o acceso a un puesto de trabajo, o sencillamente a disfrutar de la paz.
Por eso, la Administración pública debe ser un entorno de entendimiento y un marco de humanización de la realidad que fomente la dignidad de la persona y el ejercicio de todos los derechos fundamentales de la persona, los sociales incluidos, removiendo los obstáculos que impidan su efectivo cumplimiento.
Una Administración pública que se ajuste adecuadamente a las demandas democráticas ha de responder a una rica gama de criterios que podríamos calificar de internos, por cuanto miran a su propia articulación interior, a los procesos de tramitación, a su transparencia, a la claridad y simplificación de sus estructuras, a la objetividad de su actuación, etc. Pero por encima de todos los de esta índole o, más bien, dotándolos de sentido, debe prevalecer la finalidad de servicio objetivo al interés general que prescribe el artículo 103 de la Constitución.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana
Principios y derecho administrativo global
La regulación administrativa global afecta sobremanera a los principios sobre los que descansa el Derecho Administrativo. Es verdad que en nuestra disciplina coexisten dos tradiciones jurídicas que están siendo afectadas por la globalización. Más, desde luego, el sistema jurídico-administrativo de corte francés que el esquema del “rule of law” de inspiración anglosajona. Pero, en cualquier caso, ambos sistemas tienen que “aggiornarse” a la nueva realidad. Es más, en sede de principios, los fundamentos del Estado de Derecho, aquellos sobre los que se han levantado ambos edificios jurídicos, cobran ahora una especial relevancia porque no podemos ocultar que estas nuevas formas de actividad pública de dimensión global no pueden, de deben escapar al control jurídico que legitima la acción pública. En el ejercicio de estos poderes regulatorios, que tienen diferentes protagonistas, incluso de naturaleza privada, deben asegurarse técnicas que impidan que la tentación de eludir el control sea la principal característica de la denominada nueva Administración global que despliega su actividad en el llamado espacio jurídico global.
En los inicios, en los primeros balbuceos de este todavía incipiente Derecho Administrativo Global, la jurisprudencia, y sobre todo los principios del Derecho sobre los que se levantó esta magnífica construcción jurídico-política, están fundando un nuevo Derecho Público Universal, que como señala agudamente el profesor Meilán, es ya un Derecho principal. Está aconteciendo “mutatis mutandis” lo mismo que en los orígenes del Derecho Administrativo en Francia: entonces era el Consejo de Estado el que alumbró el nuevo Derecho Administrativo a través de sus famosos “arrets”: ahora son los Tribunales y Cortes sectoriales de nivel transgubernamental o global, los que poco a poco van elaborando una doctrina jurisprudencial que, hoy como ayer, se basan en principios de Derecho.
En este contexto, las experiencias de Derecho Administrativo Global en distintos sectores como puede ser el de los derechos humanos, el del comercio internacional, el cultural, el agrícola, o el deportivo, entre otros, todos ellos de dimensión universal, van a mostrarnos un conjunto de resoluciones de naturaleza judicial y unas normas y prácticas administrativas que, desde luego, superan las fronteras nacionales. En efecto, desde el principio de legalidad, hasta la separación de los poderes pasando por la primacía de los derechos fundamentales de las personas sin perder de vista la relevancia del pluralismo, de la racionalidad, de la transparencia, del buen gobierno, de la rendición de cuentas, así como de la instauración de un efectivo sistema de “cheks and balances”, encontramos principios y criterios del Estado de Derecho, que nos permiten hablar de un Derecho Administrativo Global de base principal.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana
La buena administración en la Carta del CLAD
La Carta Iberoamericana de los Derechos y Deberes de los Ciudadanos en relación con la Administración Pública, aprobada por el Centro Latinoamericano de la Administración para el Desarrollo (CLAD) el 10 de octubre de 210, reconoce el derecho fundamental de la persona a la buena Administración pública y sus derechos componentes. En este sentido, el preámbulo de la carta dispone que “el Estado Social y Democrático de Derecho otorga una posición jurídica a la persona, un estatus de ciudadano en sus relaciones con la Administración Pública. En efecto, ahora los ciudadanos ya no son sujetos inertes, simples receptores de bienes y servicios públicos; son protagonistas principales de los asuntos de interés general y disponen de una serie de derechos, siendo el fundamental el derecho a una buena Administración Pública, a una Administración Pública que promueva la dignidad humana y el respeto a la pluralidad cultural.
La Administración Pública, en sus diferentes dimensiones territoriales y funcionales, está al servicio de la persona atendiendo las necesidades públicas en forma continua y permanente con calidad y calidez”. Es decir, este derecho humano reclama una concreta forma de actuación administrativa caracterizada precisamente por la promoción de la dignidad humana, marco en el que el respeto a los bienes y derechos de las personas sea la principal expresión de ese servicio objetivo al interés general.
Tal y como sigue diciendo el preámbulo de la Carta, “en el marco del complejo Gobierno-Administración Pública, núcleo en el que se realiza la definición e implementación de las políticas públicas propias del Poder Ejecutivo, ha ido cobrando especial relieve en los últimos tiempos la obligación de las instancias públicas de proceder a una buena Administración Pública, aquella que se dirige a la mejora integral de las condiciones de vida de las personas. La buena Administración Pública es, pues, una obligación inherente a los Poderes Públicos en cuya virtud el quehacer público debe promover los derechos fundamentales de las personas fomentando la dignidad humana de forma que las actuaciones administrativas armonicen criterios de objetividad, imparcialidad, justicia y equidad, y sean prestadas en plazo razonable “.
Merece la pena subrayar, para que se comprenda el alcance de esta nueva forma de entender el Derecho Administrativo, que, como señala el preámbulo de la Carta, “desde la centralidad del ser humano, principio y fin del Estado, el interés general debe estar administrado de tal forma que en su ejercicio las diferentes Administraciones Públicas hagan posible el libre y solidario desarrollo de cada persona en sociedad. Es decir, hace a la condición de la persona, es inherente al ser humano, que el Gobierno y la Administración del interés general se realice en forma que sobresalga la dignidad y todos los derechos fundamentales del ciudadano”.
La Carta consta de principios en los que descansa el derecho fundamental de la persona a la buena Administración. Entre ellos se encuentra el “principio de servicio objetivo a los ciudadanos, que se proyecta a todas las actuaciones administrativas y de sus agentes, funcionarios y demás personas al servicio de la Administración Pública, sean expresas, tácitas, presuntas, materiales –incluyendo la inactividad u omisión- y se concreta en el profundo respeto a los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos, que habrá de promover y facilitar permanentemente. La Administración Pública y sus agentes, funcionarios y demás personas al servicio de la Administración Pública deben estar a disposición de los ciudadanos para atender los asuntos de interés general de manera adecuada, objetiva, equitativa y en plazo razonable”. Es decir, la Administración pública debe actuar con exquisito respeto a los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos. Algo que hoy, en los tiempos que nos tocan vivir, no está de más recordar.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana
La buena administración en la Carta Iberoamericana de los derechos y deberes de los ciudadanos en relación con la Administración
La Carta Iberoamericana de los Derechos y Deberes de los Ciudadanos en relación con la Administración Pública, aprobada por el Centro Latinoamericano de la Administración para el Desarrollo (CLAD) el 10 de octubre de 210, reconoce el derecho fundamental de la persona a la buena Administración pública y sus derechos componentes. En este sentido, el preámbulo de la carta dispone que “el Estado Social y Democrático de Derecho otorga una posición jurídica a la persona, un estatus de ciudadano en sus relaciones con la Administración Pública. En efecto, ahora los ciudadanos ya no son sujetos inertes, simples receptores de bienes y servicios públicos; son protagonistas principales de los asuntos de interés general y disponen de una serie de derechos, siendo el fundamental el derecho a una buena Administración Pública, a una Administración Pública que promueva la dignidad humana y el respeto a la pluralidad cultural.
La Administración Pública, en sus diferentes dimensiones territoriales y funcionales, está al servicio de la persona atendiendo las necesidades públicas en forma continua y permanente con calidad y calidez”. Es decir, este derecho humano reclama una concreta forma de actuación administrativa caracterizada precisamente por la promoción de la dignidad humana, marco en el que el respeto a los bienes y derechos de las personas sea la principal expresión de ese servicio objetivo al interés general.
Tal y como sigue diciendo el preámbulo de la Carta, “en el marco del complejo Gobierno-Administración Pública, núcleo en el que se realiza la definición e implementación de las políticas públicas propias del Poder Ejecutivo, ha ido cobrando especial relieve en los últimos tiempos la obligación de las instancias públicas de proceder a una buena Administración Pública, aquella que se dirige a la mejora integral de las condiciones de vida de las personas. La buena Administración Pública es, pues, una obligación inherente a los Poderes Públicos en cuya virtud el quehacer público debe promover los derechos fundamentales de las personas fomentando la dignidad humana de forma que las actuaciones administrativas armonicen criterios de objetividad, imparcialidad, justicia y equidad, y sean prestadas en plazo razonable “.
Merece la pena subrayar, para que se comprenda el alcance de esta nueva forma de entender el Derecho Administrativo, que, como señala el preámbulo de la Carta, “desde la centralidad del ser humano, principio y fin del Estado, el interés general debe estar administrado de tal forma que en su ejercicio las diferentes Administraciones Públicas hagan posible el libre y solidario desarrollo de cada persona en sociedad. Es decir, hace a la condición de la persona, es inherente al ser humano, que el Gobierno y la Administración del interés general se realice en forma que sobresalga la dignidad y todos los derechos fundamentales del ciudadano”.
La Carta consta de principios en los que descansa el derecho fundamental de la persona a la buena Administración. Entre ellos se encuentra el “principio de servicio objetivo a los ciudadanos, que se proyecta a todas las actuaciones administrativas y de sus agentes, funcionarios y demás personas al servicio de la Administración Pública, sean expresas, tácitas, presuntas, materiales –incluyendo la inactividad u omisión- y se concreta en el profundo respeto a los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos, que habrá de promover y facilitar permanentemente. La Administración Pública y sus agentes, funcionarios y demás personas al servicio de la Administración Pública deben estar a disposición de los ciudadanos para atender los asuntos de interés general de manera adecuada, objetiva, equitativa y en plazo razonable”. Es decir, la Administración pública debe actuar con exquisito respeto a los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos. Algo que hoy, en los tiempos que nos tocan vivir, no está de más recordar.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana
Derecho administrativo y contratación pública
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Las instituciones, categorías y conceptos del Derecho Administrativo del Estado social y democrático de Derecho deben estar enraizadas en la suprema dignidad del ser humano y en los derechos fundamentales que de ella dimanan. La promoción de las condiciones que hagan posible la libertad solidaria de los ciudadanos vincula intensamente al Derecho Administrativo y a la misma Administración pública. Hasta el punto que hoy todavía, a pesar del tiempo en que estamos y del modelo de Estado en el que vivimos, el Derecho Administrativo y la Administración pública tienen un desafío pendiente: convertirse a fondo a los parámetros y vectores centrales de un modelo de Estado que patrocina indefectiblemente un compromiso permanente con la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. La contratación administrativa, como instrumento de política pública que es, juega un papel en esta tarea tan relevante, y debe ser concebido en esta dirección, al servicio objetivo del interés general, o, lo que es lo mismo, pensando en cómo mejorar las condiciones de vida de todos los ciudadanos.
En efecto, el régimen jurídico de la contratación administrativo debe estar diseñado para que los ciudadanos, usuarios de los bienes públicos y los servicios públicos que se prestan por las Autoridades, puedan disponer de bienes y servicios de calidad que les faciliten la vida y que les permitan vivir en las mejores condiciones posibles. Por eso, la simplificación de los procedimientos, la rendición de cuentas de los prestadores de los servicios y de los constructores de obras e infraestructuras, la planificación del procedimiento y la racionalización del gasto, son exigencias de diseñar los contratos en función de las necesidades de interés general de las personas y no al revés.
La Administración pública actúa ordinariamente de forma unilateral y en ocasiones acude a la sociedad para reclamar una colaboración de las iniciativas privadas sociales que permitan prestar servicios públicos o construir infraestructuras públicas para mejorar la calidad de vida de las personas. Para cumplir sus fines, también en materia de contratación, la Administración pública precisa realizar su tarea de forma adecuada y pertinente, sirviendo permanentemente y objetivamente el interés general.
En este sentido, es fundamental, para que la Administración cumpla sus fines constitucionales, que el procedimiento de contratación sea sencillo, transparente, eficaz y eficiente, y que permita seleccionar al operador que esté en mejores condiciones para que la obra o el servicio público sean dignos de sus usuarios. Obviamente, para ello los presupuestos deben estar bien definidos, el personal de la Administración bien formado desde el punto de vista técnico, y también ético. Y también es necesario, usar las nuevas tecnologías con las máximas garantías de seguridad y de control.
Siendo como es la contratación pública, además de una categoría medular del Derecho Administrativo, un relevante instrumento o medio de política pública tendente a mejorar el nivel de vida de los ciudadanos, resulta que su realización desde la perspectiva de la buena administración plantea preguntas e interrogantes que necesitan ser analizados por nuestra disciplina. Por una poderosa razón: si el Derecho Administrativo está vinculado por los postulados del Estado social y democrático de Derecho, y esté trae causa de la dignidad del ser humano y de sus derechos fundamentales, las categorías que jalonan esta rama del Derecho Público, hoy deben ser explicadas y construidos desde nuevos esquemas, desde nuevas premisas que trasciendan los dogmas del Estado liberal que doten de mayor sensibilidad social al Derecho Administrativo.
En este sentido, una buena redacción de los pliegos, de manera que sean claros, precisos y concretos, ayuda sobremanera ala una buena administración del contrato. En el mismo sentido, una adecuada selección del contratista basada en razones sólidas o una administración de la ejecución del contrato en la que la potestad de modificación se use de forma razonable y al servicio objetivo del interés general, son expresiones reales de una buena administración, una buena administración que en materia contractual es especialmente importante pues de ella depende en buena medida que la ciudadanía pueda disfrutar de bienes y servicios que contribuyan verdaderamente a la mejora de las condiciones de vida de las personas.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana
Sobre el procedimiento administrativo
En la Ley de procedimiento administrativo común de 1 de octubre de 2015, la exposición de motivos, apartado II, señala, tras recordar la importancia de los principios de eficacia y de legalidad de acuerdo con el sometimiento pleno de la Administración a la Ley y al Derecho, que “la materialización de estos procedimientos se produce en el procedimiento, constituido por una serie de cauces formales que han de garantizar el adecuado equilibrio entre la eficacia de la actuación administrativa y la imprescindible salvaguarda de los derechos de los ciudadanos y de las empresas, que deben ejercerse en condiciones básicas de igualdad en cualquier parte del territorio, con independencia de la Administración con la que se relacionen sus titulares”.
En este párrafo se echa de menos una referencia al principio de servicio, una alusión al tiempo razonable que caracteriza una buena gestión de un procedimiento administrativo, llama la atención que las personas jurídicas que se relacionan con la Administración solo sean las empresas y resulta muy atinado denominar titulares de la Administración a quienes con ella se relacionan.
El carácter eminentemente formal del procedimiento administrativo se subraya tres párrafos más adelante, en la misma exposición de motivos, cuando se señala que éste es “entendido como el conjunto ordenado de trámites y actuaciones formalmente realizadas, según el cauce legalmente previsto, para dictar un acto administrativo o expresar la voluntad de la Administración…”. Es decir, el procedimiento es el camino, el itinerario propio para que se concrete la voluntad administrativa, para que se manifieste externamente un acto o una norma.
Esta ley, concibe la tramitación electrónica de los procedimientos como “la actuación habitual de las Administraciones”. La razón de tal proceder, en opinión del legislador, es que “una Administración sin papel basada en un funcionamiento íntegramente electrónico no sólo sirve mejor a los principios de eficacia y eficiencia, al ahorrar costes a ciudadanos y empresas, sino que también refuerza las garantías a los interesados”. Ciertamente, eliminar el papel en los procedimientos administrativos tendrá consecuencias para las economías de las personas físicas y de las jurídicas, pero derivar de la Administración electrónica el reforzamiento mecánico y automático de las garantías es, salvo que usen técnicas de trazabilidad que preserven la seguridad de los trámites en todo momento, una afirmación polémica.
Es verdad, como sigue diciendo la Exposición de Motivos, que “la constancia de documentos y actuaciones en un archivo electrónico facilita el cumplimiento de las obligaciones de transparencia, pues permite ofrecer información puntual, ágil y actualizada a los interesados”. El problema se encuentra en que en ocasiones esa información no se brinda de forma clara y a veces no está lo accesible que debería.
El formalismo exagerado también hace acto de presencia en estos supuestos. La Administración electrónica no es un antídoto automático frente al exceso de requisitos y trámites innecesarios. Para evitarlos es menester diseñar normas de procedimiento claras, sencillas, inteligibles, concisas y completas, algo en verdad complicado, sobre todo si se constata que pervive esa visión autoritaria amparada en privilegios y prerrogativas sin cuento que también se proyecta sobre los procedimientos electrónicos.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana