A juzgar por el informe publicado por la Comisión Europea, la  corrupción nos cuesta a los europeos nada menos que 120.000 millones de euros. Una cantidad de dinero que dedicada a los servicios sociales podría paliar la asfixiante situación que aqueja  a tantos millones de hogares de toda la Unión Europea. Por si fuera poco, según este análisis, el 95% de los españoles es de la opinión de que la corrupción en nuestro país es general. En Italia lo piensa el 97% y en Grecia el 99 %, mientras que en Alemania el 59% de los consultados es del mismo criterio. En Dinamarca el 75% piensa que la corrupción es algo excepcional, en Finlandia el 64% y en Suecia el 54%.
Sean exagerados o no estos dígitos, manifiestan algo que es obvio a poca información y experiencia que se tenga en el trato con el mundo político o empresarial. La corrupción es siempre cosa de dos,  y a veces la corrupción es solicitada desde el sector privado y en otras ocasiones desde el sector público.  En realidad, cuándo la población expresa un sentimiento tan generalizado, es porque además de la corrupción más evidente, la negra, percibe otro ambiente de corrupción si se quiere más grave y perniciosa. La corrupción blanca o gris, aquella que no es siempre es formalmente ilegal o que no siempre se puede probar en un proceso judicial. Son los casos de acosos sutiles en el trabajo, las formas de esclavitud laborales producidas por salarios inhumanos, la compraventa de favores a determinados niveles, o, entre otras prácticas,  el uso del poder para amedrentar y laminar sin dejar rastro.
Los datos de percepción de la corrupción en España son demoledores. No hay más que estudiar la evolución de la cuestión en la serie temporal del CISS, donde la corrupción es, creciendo, la segunda principal preocupación de los españoles tras el desempleo. Quien más y quien menos saben bien lo que pasa al interior de tantas organizaciones y entidades públicas y privadas. Incluso la corrupción ha aumentado en estos tiempos de crisis, lo que es realmente grave puesto que millones de ciudadanos no tienen trabajo mientras otros, en un abrir y cerrar de ojos, a través de las más sofisticadas formas de manejo de información privilegiada, pueden ingresar en su cuenta corriente cifras de muchos dígitos.
Esto es especialmente lacerante para tantas personas que trabajan de sol a sol para poder mantener con grandes sacrificios y dificultades a sus familias. Es tan injusto como la ausencia de reformas que de verdad entren al fondo de la cuestión. Una cuestión que ciertamente precisa de más cambios  pero que esencialmente reclama una nueva cultura que lejos de producirse sigue pendiente desde hace años.
En efecto, mientras el orden político, económico y social siga edificado sobre la obtención del mayor número de votos a como dé lugar, o por la consecución de los máximos beneficios en el más breve plazo de tiempo posible, seguiremos instalados en la corrupción. Una corrupción a la que se han arrimado tantas y tantos que sin tener un oficio o profesión estable, se atrincheran, a base de adulaciones y otras lindezas,  en las aguas turbias y oscuras de determinadas estructuras que todo conocemos bien.
Tenemos mucho que hacer para democratizar de verdad nuestra democracia, para que los valores y cualidades democráticas adornen la vida y actuación de los responsables públicos y privados. Es cuestión de tiempo y de verdadero compromiso con una forma de gobierno que se diseñó al servicio del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Hoy, sin embargo, a pesar de que la UE no es quien para dar lecciones de ética a nadie pues el grado de corrupción que la corroe es de colosales dimensiones,  al menos pone en el candelero una realidad sobre la que hay que pensar más allá de reformas puntuales. ¿No le parece?.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es