El reciente informe sobre la corrupción en Europa publicado por la Comisión de la EU refleja la ausencia de controles eficaces para combatirla. No es que no existan. Existen, y muchos, quizás demasiados. Tenemos controles formales para todos los gustos: parlamentarios, judiciales, administrativos. Hay controles formales pero no hay control real. Este es el problema.
La Comisión Europea reclama en su reciente informe sobre la corrupción que se intensifiquen y refuercen los controles sobre Administraciones regionales y locales ya que en ellas es dónde más prácticas ilícitas se producen. En Bruselas preocupa que gran parte de los casos de corrupción se circunscriben a cargos locales y regionales y se achaca a la deficiencia de controles reales sobre la actividad de estos políticos. En estos casos el control, si se quiere que sea independiente, debe estar alejado del territorio y de los cargos imputados. Por el momento, según datos citados en el informe de la Comisión de la UE a que nos referimos en este artículo, en España entre 1996 y 2009 tuvieron lugar 5.144 casos de corrupción en los que estuvieron involucrados 600 Ayuntamientos.
Es sabido que una de las causas de la crisis económica y financiera en la que estamos sumidos tantos países del llamado mundo occidental se encuentra en la ausencia de controles independientes, de controles reales que garanticen un ejercicio del poder, político o financiero, enmarcado en parámetros de racionalidad y objetividad. Desde el poder ejecutivo se influye, a veces más a veces menos, en el poder legislativo y también, y a veces de qué manera, en el poder judicial. Poderes, los tres, que en teoría deben controlarse entre sí, y por ello, deberían controlar al poder ejecutivo, cosa que, con más menos intensidad, salvo en los órganos del poder judicial no sometidos al Consejo del mismo nombre, es a día de hoy una quimera, una realidad que brilla por su ausencia.
Por otra parte, los órganos de control interno del poder ejecutivo, sea en el ámbito jurídico, en el ámbito económico-financiero en el área de la inspección del buen funcionamiento de los servicios, están también en manos del poder ejecutivo, que nombra al interventor general, al abogado general, o al inspector general. En el mismo sentido, el tribunal de cuentas está en manos de la mayoría de gobierno pues reproduce mecánicamente el correlato de fuerzas políticas de las cortes generales.
Además, por si fuera poco, resulta que, al menos hasta ahora, los órganos reguladores, las denominadas irónicamente administraciones independientes, tienen como integrantes, en algunos casos, a personas propuestas por los partidos políticos en cuya designación no siempre priman los criterios de racionalidad técnica. Más bien, en muchos casos se recompensan sin más los servicios prestados a tal o cual dirigente, a quien ha servido desde los esquemas de la adhesión inquebrantable.
En este contexto de multitud de instituciones de control nunca ha habido tantas ocasiones para la impunidad y la acción arbitraria. En efecto, hay muchos controles pero no hay control. Bastaría con una sola institución de control que fuera independiente. Para resolver, en parte, el problema de la corrupción y la arbitrariedad, habría que empezar por asegurar que el control se va a efectuar de verdad, de manera que quienes ejercen poderes públicos y financieros sepan que alguien independiente vigila sus actuaciones y, caso de ser inadecuadas, se dirigirá al ministerio fiscal o impondrá la pertinente sanción.
En los tiempos que corren, tenemos controles en todos los niveles territoriales pero no hay control. Disponemos de múltiples instituciones de control pero este no se produce realmente. ¿Hasta cuándo seguiremos con la cantinela de monsergas formales mientras la arbitrariedad, el favoritismo y el nepotismo sigan campando a sus anchas para escándalo de tantos?- ¿No habrá ya llegado ya el momento de apostar fuerte, también en este tema, por confiar de verás en la autonomía e independencia de personas decentes que quieran hacer su tarea con rigor y seriedad?. Pensemos más en la comunidad y menos en la supervivencia política. Pensemos más en los problemas reales de las personas concretas y menos en los privilegios y las prerrogativas de los que pretenden estar eternamente en la cúpula. Pensemos más, por ejemplo, en asegurar los depósitos bancarios de las personas y menos en los intereses de una burocracia que sólo piensa en cómo lucrarse de la especulación y el privilegio. Mientras tanto, es lógico, el 95% de la población, como refleja el informe de la Comisión Europea, opina que vivimos en un ambiente de corrupción general. En parte porque hay miedo, temor reverencial al control, al verdadero control.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es