Los últimos informes y encuestas sobre el sistema político y la participación realizados en numerosos países del mundo reflejan una profunda decepción del la ciudadanía con el denominado gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Obviamente, no porque se piense que el sistema democrático ha fracasado sino porque se constata, en unos países con más intensidad que en otros, que la democracia ha sido secuestrada por una clase política que, en términos generales, se ha apropiado de las instituciones en su propio beneficio. Además, por si fuera poco, no pocos políticos se han adueñado, ante la mirada de propios y extraños, de un conjunto de privilegios y prerrogativas que, en una época de crisis generalizada, resulta además de insultante, impresentable.
¿Por qué, por ejemplo, los partidos políticos, los sindicatos o las patronales, siguen disponiendo de pingües subvenciones mientras se suben los impuestos a los ciudadanos?. ¿Por qué, por ejemplo, los representantes del pueblo no están obligados periódicamente a mantener encuentros, reuniones y conversaciones con los electores de la circunscripción correspondiente?. ¿Por qué deciden tantas veces sobre cuestiones básicas para la vida de las personas sin consultar con ellas?. En fin, ¿por qué los algunos dirigentes se han ido distanciando de la sociedad para ocuparse, casi en exclusiva, de cuestiones que poco o nada tienen que ver con la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos ?. Hoy, aunque nos pese, los políticos y altos responsables de toda suerte de compañías, agencias, sociedades, fundaciones o empresas públicas, que se cuentan por varios cientos de miles, el doble que en Alemania o Francia, son un tapón que impide que la democracia sea lo que debe ser. En su lugar, se ha convertido en un espacio para el ejercicio de vasallajes, de dominaciones y de cuestiones inconfesables que poco, nada, tienen que ver con la centralidad del ser humano, por la promoción de los derechos fundamentales de las personas, con la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos.
En efecto, la denominada clase política ha ido, poco a poco, aislándose de sus conciudadanos. Todavía siguen disfrutando de no pocos privilegios. Buscan muchas veces mirar por encima del hombro a la población. Aspiran, quien lo diría, exhibir el mando. Hablan un lenguaje ininteligible para el pueblo. Se consideran depositarios, propietarios, de las esencias de la soberanía popular. Saben que lo más importante es estar cerca del líder para no perder la posición. Ante la proximidad de las elecciones se dejan ver por la circunscripción para que no se diga. Sustituyen la publicidad y la concurrencia por el amiguismo y el clientelismo. Son grandes profesionales de la construcción de espacios de penumbra y oscuridad para evitar la asunción de responsabilidades. Si aparece algún mirlo blanco en el camino que les pueda hacer sombra, se concentran en cómo eliminarlo o sembrar de obstáculos su camino hasta que desista. Tejen una red de influencias y favores que impide la entrada en los círculos del poder de quienes no compartan la estrategia del “do ut des”.
La última encuesta de Transparencia Internacional confirma que el 73% de los ciudadanos considera que los partidos son las instituciones más corruptas de la sociedad. Esta percepción, que va en aumento, debiera animar a los dirigentes responsables a proponer cambios relevantes en la vida de las formaciones. Por ejemplo, elecciones directas para los cargos directivos. Por ejemplo, listas abiertas para elegir candidatos a cargos electos. Por ejemplo, dación de cuentas ante la militancia de las decisiones que se adoptan y de los nombramientos que se realizan. Por ejemplo, consultas permanentes sobre los temas de mayor calado y envergadura para el desarrollo social, político y económico.
Los políticos deberían ser personas, como suele decirse coloquialmente, con la vida resuelta. Que no necesiten el cargo para sobrevivir. No tienen por qué dedicar maratonianas jornadas al desfrute del poder recorriendo, con ocasión o sin ella, toda suerte de instituciones y corporaciones, o de espacios privados o sociales, con el fin de afianzar su control y su dominio. Es una profesión digna, muy digna, como tantas otras, que debería ser compatible con el cuidado y atención a la familia. Sin embargo, no hay más que levantar los ojos, se observa que muchos políticos adquieren una enfermiza adicción al poder que les impide dar paso a otros mientras su vida se consume en una continua ambición que nada tiene que ver con el verdadero servicio al pueblo.
En fin, la democracia en España necesita recuperar sus valores originarios. Los partidos, que han sido muy importantes en los primeros años de la transición a la democracia, deben volver a ser lo que deben ser. Instituciones que reflejen determinadas ideas instaladas en importantes capas de la sociedad acerca del Estado, del gobierno, de la participación o de las libertades. Deben renunciar a su función de agencias de colocación y de sindicación de intereses de lo más variopinto. Para ello deben abrir sus puertas, dejar que corra el aire, asumir de verdad lo que dice la Constitución acerca de la democracia interna y dedicarse a tiempo completo a dialogar y conversar con los ciudadanos acerca de los programas y proyectos necesarios para la mejora de la vida de las personas.
Democratizar la democracia es, sencillamente, devolver a la sociedad y a los ciudadanos el papel que tienen. Democratizar la democracia es, sencillamente, renunciar a la concentración de los poderes y permitir que el poder legislativo, el poder judicial y el poder ejecutivo sean autónomos y responsables en el cumplimiento de sus tareas. Democratizar la democracia es, sencillamente, facilitar que las personas sean de verdad las dueñas de las instituciones y quienes verdaderamente encomienden a los representantes las funciones a realizar en la sede de la soberanía. Simplemente, y no es poco, la gran asignatura pendiente que tenemos es hacer que la democracia sea lo que debe ser: el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo. No el gobierno de una oligarquía para sí misma y por si misma.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es