Estos años de principios de siglo, sobre todo a partir de 2007, pasarán a la historia de la humanidad probablemente como ejemplo de la desnaturalización de un sistema político, social, económico y financiero que terminó por olvidarse de lo más fundamental: la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos en un contexto de justicia y de libertad solidaria.
En efecto, el Estado social y democrático de Derecho se ha convertido en el Estado de los partidos y en el Estado de los poderes financieros. La alianza entre estos poderes, con el concurso y la complicidad de los poderes mediáticos, ha conseguido su objetivo de dominación general, proporcionando, además, la gran coartada para la vuelta al poder de la ideología revolucionaría. Es lo que ha pasado en Grecia el pasado 25E y me temo que es lo que puede acontecer en otros países europeos si es que no se acometen reformas de calado, no leves retoques lampedusianos. El proyecto europeo, trufado de mercantilismo y de alianzas con determinadas minorías, ha abierto las puertas de la vida política a movimientos políticos y sociales que, apoyados en la democracia formal, empiezan a llegar a la cúpula, veremos si para profundizar en los valores democráticos o para vueltas a esquemas del pasado que tanto daño provocaron en el solar europeo.
Al final, la vieja y enferma Europa, borracha de éxito económico y financiero, terminó, por mor de los representantes de estas tecnoestructuras, por horadar los cimientos de un Estado de bienestar que se ha desnaturalizado al servicio de unos pocos mientras crece la desigualdad a marchas forzadas y crece, obviamente, el número de personas que se encuentran en el umbral de la pobreza. Y, con ello, se sirve en bandeja al populismo neomarxista el acceso al poder.
Nada menos que 115 millones de personas en Europa se encuentran en riesgo de pobreza y exclusión social, sin contar los 100 millones que están a punto de traspasar es dolorosa frontera. Los datos, para quien los quiera examinar, los ofrece Eurostat en general y país a país. Entre ellas se encuentran muchas personas de clase media o media-baja que han sido despedidas de sus trabajos en estos años de aguda crisis general que se ha cernido sobre el llamado mundo occidental.
El Estado de bienestar, una de las mejores conquistas de la justicia social que imaginar se pueda, ha caído estrepitosamente por la pésima gestión y administración de estos años. En lugar de atender objetivamente al interés general, al interés de todos y cada uno de los ciudadanos en cuanto miembros de la comunidad, se atendió, y de qué manera, a los deseos de mando y enriquecimiento de no pocos integrantes de las tecnosetructuras, adeptos incluidos. Afloró el fraude en muchas prestaciones sociales, se incrementaron exponencialmente todo tipo de estructuras y organizaciones para proporcionar acomodo a legiones de afines y se recurrió al endeudamiento como forma ordinaria de financiamiento de servicios “públicos” de toda clase y condición con el fin de controlar la sociedad. El interés general se confundió con el interés particular. Los resultados de tal proceder no podían ser otros. Unos, los menos, tienen más, cada vez más y otros, los más, tienen cada vez menos.
Los partidos políticos, unos más que otros ciertamente, se aplicaron al dominio social cargándose en su raíz el principio de la separación de poderes. El poder judicial se convirtió, sobre todo en las más altas magistraturas, en la prolongación de determinadas opciones partidarias y el poder legislativo en una institución al servicio del poder ejecutivo. Los entes reguladores y la llamada administración independiente acabaron por convertirse a la docilidad y a la sumisión abdicando de la racionalidad y objetividad que le son propias.
La democracia no es sólo procedimientos. La democracia precisa vitalidad, que corra la sangre de la participación y la libertad por sus venas. Y hoy la participación de la ciudadanía se reduce a ir cada cierto tiempo a votar. Últimamente más de la mitad no participa. Por eso, la gran asignatura pendiente de este tiempo es democratizar esta democracia, desmercantilizar el mercado y, sobre todo, garantizar que la dignidad del ser humano y sus derechos inviolables vuelven a ocupar el centro del sistema político. Una tarea que produce escalofríos a quienes se han beneficiado, y de qué manera, de la gran estafa de estos años.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es