Es frecuente, especialmente cuándo se acercan unas elecciones, afirmar que es menester ubicarse en el espectro del centro político para ganar los comicios. Ahora, ante una legislatura frustrada por la imposibilidad de encontrar acuerdos que garanticen un gobierno estable,  con una percepción ciudadana creciente de la corrupción, con los partidos tradicionales en crisis, con previsible alta abstención, y con la incertidumbre de cual será ahora el resultado de los nuevos partidos a la vista de cómo gestionan ayuntamientos, autonomías y de cómo se han comportado desde el 20-D de 2015, el desenlace de las nuevas elecciones se torna, si cabe, más incierto. Los de siempre son etiquetados de inmovilismo y los nuevos intentan aparecer como moderados y garantes de los postulados del espacio del centro. De nuevo, por enésima vez, la pregunta de siempre: ¿es el centro el espacio político de la equidistancia, el espacio de la indefinición, de la ausencia de principios y del puro pragmatismo?. ¿Por qué se apela al centro justo antes de la contienda electoral?.
 
Pues bien, el espacio de centro se nos presenta como un espacio en el que los principios y los criterios generales han de aplicarse prudente y permanentemente sobre la realidad. Principios y realidad, no es que sean dos parámetros opuestos; más bien son conceptos complementarios. Las teorizaciones de orden intervencionista o liberalizadora, expresadas como políticas abstractas a aplicar, sin modulación alguna, por izquierda y derecha respectivamente, constituyen un buen ejemplo del ocaso en que hoy están sumidas las llamadas ideologías cerradas.
 
El pensamiento centrista es necesariamente un pensamiento complejo, más profundo, más rico en análisis, matizaciones, supuestos, aproximaciones a lo real. Por eso mismo el desarrollo de este discurso lleva a un enriquecimiento del discurso democrático. La apertura del pensamiento político a la realidad reclama un notorio esfuerzo de transmisión, de clarificación, de matización, de información, un esfuerzo que puede calificarse de auténtico ejercicio de pedagogía política  que, por cuanto abre campos al pensamiento, los abre así mismo a la libertad. El reto no es pequeño cuando el contexto cultural en el que esa acción se enmarca es el de una sociedad de comunicación masiva.
 
Esta cuestión no puede abordarse sin tener clara la distinción entre principios y acciones. El discurso intelectual ha de ponerse en el terreno de los principios. Cuanto más generales y globales sean estos, más rotundo podrá ser aquel en sus propuestas y afirmaciones. Sólo minorías asociales podrían negar hoy la validez de principios universales referentes a los derechos humanos, a la justicia social o a la democracia, a la  participación política. Pero si para los principios más elevados puede solicitarse el consenso universal, impuesto por la misma realidad de las cosas, la concreción o aplicación de los principios a las situaciones concretas queda sujeta a márgenes de variación notables.
 
Por eso, es hora de retomar la lección del maestro Aristóteles cuando afirmaba que de la conducta humana es difícil hablar con precisión. Más que reglas fijas, el que actúa debe considerar lo que es oportuno en cada caso, como ocurre también con el piloto de un barco. La verdad, la dignidad del ser humano, no necesita cambiar, pero la prudencia cambia constantemente, pues se refiere a lo conveniente en cada caso y para cada uno. Prudente es el que delibera bien y busca el mayor bien práctico. No delibera sólo sobre lo que es general, sino también sobre lo particular, porque la acción es siempre particular.
 
Pensar que mantener un criterio es mantener para siempre y en todo lugar una fórmula única de conducta es entrar, salvo que estemos en el campo de la dignidad del ser humano, en las posiciones rígidas y reencontrarse con el pensamiento dogmático que no explica, sino que cierra la realidad.  Porque, si bien los principios son las bases de la conducta, las circunstancias, cuándo se estudian y se trabaja sobre ellas, suelen aconsejar, en el marco de los principios, diferentes posibilidades que la prudencia será capaz de priorizar de acuerdo, en este caso, con la mejora de las condiciones integrales de vida de los ciudadanos al servicio de la dignidad humana.
 
Los principios, la prudencia, la realidad y las circunstancias, son conceptos que quien dispone del talento para el gobierno sabe conjugar de manera complementaria. Desde luego, más pragmatismo y menos principios es el camino al fracaso como la realidad acredita en este tiempo.
 
El viaje al centro, que es un viaje permanente, es verdad,  empieza a ser cansino cuándo es más un eslogan que una convicción. Por una razón, porque al centro se ingresa desde el compromiso radical con la mejora, en un ambiente de libertades, de las condiciones de vida de las personas. Y eso, por lo que se ve, no es cuestión de boquilla sino, más bien, de coherencia. Y de actuaciones concretas. Casi nada.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana
Catedrático de Derecho Administrativo