Estos días recibimos la última entrega del barómetro del CIS correspondiente al último mes de 2013. Como era de esperar, la corrupción sigue siendo la segunda gran preocupación de los ciudadanos, solo superada por el paro. Pero ahí no queda la cosa, en relación con el mes de noviembre, sube 6 puntos. La explicación la encontramos, sin ir más lejos, en las noticias que un día y otro se publican en los medios de comunicación.
Pues bien, 40.000 millones de euros es el montante de lo que, según un informe elaborado por la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, dado a conocer a finales del año pasado, nos cuesta a los españoles la corrupción. Sea más, menos, incluso mucho menos, se trata de una cifra de una magnitud inaceptable, cercana, nada menos, que al coste de un rescate.
España, según Transparencia Internacional ocupa el puesto 40 entre 170 países, muy por debajo de los países nórdicos, que son los que encabezan el ranking de la transparencia. Además, el último barómetro de Transparencia Internacional (TI) vuelve a reconocer que las instituciones más corruptas y desprestigiadas del panorama social son los partidos políticos.
Es verdad que los índices de TI son de percepción de la corrupción, no de la corrupción real. Pero cuándo arrojan unos datos tan contundentes, será por algo. En España, al igual que en el resto de Europa y en América del Norte, los resultados son extrapolables. Sin embargo, mala cosa sería que nos consoláramos comparándonos con los vecinos en lugar de analizar las causas del crecimiento de la corrupción y del desprestigio de los partidos políticos.
La corrupción suele crecer en épocas de crisis económica. Por un lado, porque los que más tienen encuentran nuevas oportunidades de incrementar las ganancias. Por ejemplo, los miembros de los consejos de administración de las cotizadas han visto incrementadas sus retribuciones mientras los más necesitados tienen reales dificultades para llegar a fin de mes, buscando desesperadamente la forma de conseguir recursos, como sea, para sobrevivir. Los bancos prestan menos y se benefician, a modo de rescate, de los fondos de todos, que el gobierno les entrega sin consulta alguna con sus legítimos dueños y sin exigir una rendición de cuentas pública.
Los partidos, en efecto, según el barómetro de TI, son las instituciones más corruptas y los políticos, el colectivo más señalado por los ciudadanos como promotores y beneficiarios de la corrupción. Ni han hecho reformas sustanciales en sus estructuras y funcionamiento, ni han adecuado las retribuciones a la realidad de un país en el que se reducen los salarios pero no bajan los precios. Desde luego, los cambios que la ciudadanía exige a los partidos no van a ser sencillos porque la resistencia es tremenda. Sin embargo, deben adecuar la plantilla de personal a la realidad. Deben superar el sistema de listas cerradas que tantos problemas concita. Deben promover reformas cualitativas y cuantitativas en las estructuras de las Administraciones públicas, sobre todo en las Autonómicas y Locales. Deben reducir el número de altos cargos y cargos eventuales en todas las instituciones públicas. Hay que suprimir numerosos entes públicos superfluos.
En fin, se trata de decisiones, todas ellas, que deben ser adoptadas por los dirigentes políticos, dirigentes que tendrán que prescindir de numerosos asesores y gabinetes innecesarios y diseñar nuevas formas de organización y estructuración de las instituciones públicas más sencillas y más racionales.
¿Serán capaces los actuales dirigentes de nuestro país de ponerse de acuerdo para poner en marcha las medidas que necesita España?. ¿Quién se atreverá a edificar, sobre nuevas bases, también organizativas, el sistema de gobierno autonómico y local?. ¿Será posible que ingresen en política un número significativo de personas dispuestas a vivir para la política, no a vivir de la política?.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es