De un tiempo a esta parte, el eslogan del crecimiento exponencial, del crecimiento por el crecimiento, del crecimiento imparable, forma parte, y de qué manera, de las máximas que debe seguir cualquier empresario que se precie. El crecimiento como fin, lo estamos observando a diario, es una de las causas de los disparates y dislates que caracterizan una crisis moral que sacude la vida económico-financiera y política hasta decir basta.
En efecto, cuándo el crecimiento es el dogma, el único sentido de las empresas, entonces, junto a la progresiva deshumanización, aparece en estado puro la potencia de la codicia, que arrumba todo cuánto se le oponga. En este marco, aparecen esos desproporcionados bonus y salarios, la idea de la maximización del beneficio en el más breve plazo de tiempo posible, la consideración de los empleados como objetos de usar y tirar, el lacerante trabajo infantil o esa práctica tan lamentable del vaciado de empresas sin responsabilidad para el vaciador. Estos días hemos conocido que un famoso banco inglés entregó a uno de sus máximos directivos un bonus de 20 millones de euros a la vez que anunciaba políticas de austeridad.
No hay mal que por bien no venga, reza el viejo dicho castellano. Y es verdad. En este tiempo de zozobras y despropósitos sin cuento surgen algunas reflexiones bien interesantes dirigidas a buscar nuevos fundamentos para un sistema económico-financiero para el que el balance y los datos macroeconómicos son las únicas referencias válidas.
Christian Felber, profesor austríaco de economía, acaba de patrocinar una teoría denominada economía del bien común que sin ser original porque a estas alturas ya no hay nada nuevo bajo el sol, tiene la virtualidad de colocar en el centro de la empresa al ser humano y sus derechos fundamentales. Algo que ciertamente merecer una grata bienvenida pues lo que a diario nos muestran los medios de comunicación se parece más a una selva en la que sólo los más fuertes depredadores son los que salen adelante a base de comerse a los animales más chicos, uno detrás de otro.
En este marco Felber plantea que el balance deje de ser el único criterio de evaluación de la actividad empresarial de manera que otros aspectos que hacen al llamado factor humano obren especial relevancia. En el mismo sentido, los datos macroeconómicos han de abrirse a dimensiones más sociales. En modo alguno se trata de que la empresa deje de serlo y se convierta en una ONG. De ninguna manera, la economía del bien común lo que plantea es precisamente que la empresa sin dejar de serlo sea capaz de integrar otros factores, otras realidades como pueden ser el comercio justo, el medio ambiente, la dignidad de los salarios. Pensamiento abierto y complementario en estado puro.
En este sentido, Felber recuerda que competir, según la etimología (com-petere), significa buscar juntos. Trabajar juntos, cooperar se podría decir. Sin embargo, hoy en día cuándo nos referimos a competir parece que queremos a ludir a competiciones en las que para alcanzar la victoria poco menos hay que usar lo que sea necesario para vencer. En cambio desde la perspectiva de la colaboración, de la cooperación, la motivación adquiere un sentido más humano que desde la pura competición. De ahí, como señala Felber, que la versión cerrada de “competencia” traiga consigo el dogma del crecimiento infinito y sus lógicas consecuencias: estrés, presión, mobbing, miedo, temor reverencial.
Desde la perspectiva de la cooperación o la colaboración, desde la economía del bien común, las cosas son de otra forma. Las empresas se liberan de este gran prejuicio y en su actividad pueden ayudar a otras empresas y trabajar con esquemas de cooperación y solidaridad. ¿Quién ha dicho que sea incompatible la empresa con la solidaridad, el beneficio con la sensibilidad social?. Es posible, más difícil, pero posible. Más cómodo, y más sencillo, es abandonarse a la espiral del crecimiento exponencial y dirigir de acuerdo con esta máxima. Más cómodo, pero también más inhumano. ¿O no?.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es