En estos días hemos podido leer en la prensa internacional las opiniones de uno de los políticos más influyentes de la izquierda iberoamericana: Rafael Correa. El actual presidente del Ecuador, polémico dónde los haya, es un convencido defensor del derecho a la vida desde la concepción y un profundo crítico de la llamada ideología de género. Otro político de izquierda, al menos de la izquierda tradicional, Raul Ortega, presidente de Nicaragua, también es un ferviente defensor de la vida del concebido no nacido.
Vaya por delante que en Iberoamérica el respeto a la vida humana, también a la del concebido no nacido, un ser humano “in fieri”, contrasta con la escasa sensibilidad humana, y social, que se percibe en este viejo y enfermo continente llamado Europa en el que las tesis más ultraliberales son defendidas hasta por la autodenominada izquierda. Ahí está el “derecho” al aborto en la legislación española, ahí está el debate sobre la muerte provocada de seres humanos en estado terminal, ahí está el macabro debate holandés sobre la legalización del suicidio asistido. En el continente americano, por el contrario, la fuerza y centralidad de los derechos humanos, sobre todo los de los más indefensos y necesitados, es de tal calibre que resulta coherente y razonable la defensa radical del derecho a la vida.
En este contexto, por ejemplo, el ex presidente chileno Piñera lo tiene muy claro: “la decisión de abortar no le corresponde a la madre, ni siquiera a los padres de común acuerdo porque está de por medio la vida de un tercero. Nadie tiene derecho a hacerlo”. Afirmación sensata, lógica y, desde luego profundamente comprometida con los más indefensos, con los más inermes, que son aquellos seres humanos que están a punto de ser y que, sin embargo, se les corta la vida, sin ni siquiera darles la oportunidad de la legítima defensa.
Por lo que se refiere al matrimonio, el ex mandatario chileno es, también, de un sentido común aplastante. Es contrario a toda discriminación que puedan sufrir las personas por cualquier razón y a la vez afirma que el matrimonio es lo que es: la unión estable de un hombre y una mujer. Además, señala que no desea “una fórmula jurídica que debilite el matrimonio. Lo que hay que hacer es resolver las injusticias para que las parejas puedan compartir el sistema de salud o recibir la pensión a la muerte de uno”. Las instituciones jurídicas deben respetar el sentido que tienen. Una unión civil no es lo mismo que el matrimonio, pero puede tener efectos similares y adaptarse, como traje a medida, a las personas del mismo sexo que quieran formalizar su relación. En cambio, forzar la naturaleza de una institución social, tendencialmente ordenada a la procreación de nuevos seres humanos, es, lisa y llanamente, cometer una injusticia social que el paso del tiempo demostrará como tal.
Para terminar, conviene recordar quela Asamblealegislativa chilena, con el apoyo del 83% de los votos, aprobó durante el mandato de Sebastián Piñera una declaración a favor de la vida solidarizándose con la causa pro vida en España, especialmente con la plataforma derecho a vivir: “La Cámarade diputados de Chile acuerda expresar su solidaridad a todas las organizaciones mundiales que luchan contra el aborto, en particular ala ONGespañola derecho a vivir, que ve con horror como en España se ha perfeccionado el asesinato más reprochable contra un ser indefenso, cual es el cometido en el aborto, cuyas víctimas –por su desamparo legal- no podrán recurrir a los tribunales internacionales reclamando por el derecho humano más básico que no es otro que el derecho a la vida”.
Por estos lares, probablemente a causa del creciente abandono por parte de la izquierda de sus más nobles señas de identidad, las causas de los pobres y necesitados, se intenta ideologizar lo que no es más que una cuestión de sentido común: el derecho a la vida del concebido no nacido. La historia será muy dura cuándo juzgue a esta generación precisamente por la banalización del aborto. Cómo si la defensa de la vida fuera de derechas o de izquierdas. Es una cuestión de humanidad o de inhumanidad, nada más.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es