Los tiempos que nos ha tocado vivir, sobre todo estos días en los que se debate acerca de una ley fundamental para el derecho a la vida, demuestran que los valores y los principios son bien importantes. Es más, cuando se olvidan o se conculcan, tarde o temprano las cosas se complican. Uno de los valores principales, y principiales, de la convivencia humana es el derecho a la vida, el primero y más fundamental de los derechos humanos. En efecto, el derecho a la vida, en cualquiera de sus manifestaciones, es una exigencia del Estado de Derecho. Es un derecho que hay que proteger en todas sus fases, en potencia y en acto, en todas las latitudes y en todas las condiciones sociales. Además, en tiempos en los que, al menos en la vieja y enferma Europa hay problemas de recambio generacional, es cada vez más relevante, también como política pública responsable, fomentar y facilitar el nacimiento de nuevos seres humanos, tarea que es de indudable interés social y relevancia pública.
 
En el debate de estos días llama la atención la escasa presencia que se da al embrión, al ser humano en potencia, al niño por nacer, precisamente a quien precisa de todas las ayudas, de todas las protecciones a causa de su extrema indefensión. El centro de las discusiones refleja la magnitud de la crisis moral en la que vivimos puesto que los argumentos que se manejan proceden del más rancio individualismo en detrimento, como cabría esperar, de razonamientos más solidarios, más pendientes del otro.
 
Pues bien, precisamente ahora que se tiene mayor conciencia de la dignidad del ser humano y de la necesidad de proteger a los débiles y los inocentes de la dictadura de los fuertes y los poderosos, el valor del derecho a la vida cobra un especial protagonismo. Su carácter indisponible e incondicional no es consecuencia de aprioris o apreciaciones externas de orden metafísico o religioso. Es, más bien, y sobre todo, la premisa y el aserto fundamental de la vida social. Es más, el reconocimiento de este presupuesto básico, del derecho a la vida como valor indisponible e incondicional, es la medida de todas las valoraciones éticas y morales. Si admitimos una ética, por ejemplo, que deja al arbitrio humano una vida humana inocente, entonces estaríamos quebrando tal premisa o principio de argumentación. Como ha señalado Anselm Müller “quien deja el rechazo a matar al vaivén del debate saca del suelo las raíces de nuestra orientación moral para examinar si esas raíces se conservan sanas”. En otras palabras, hay cuestiones, entre las que está en primer lugar el derecho a la vida que, por ser fundamento y basamento del orden social y jurídico, no admiten condicionamiento ni limitación alguna. Por eso el aborto es, en sí mismo, la más radical negación del principio basilar de la convivencia humana, porque entraña la muerte de un ser humano en potencia,  del más inerme porque que está en curso de ser un miembro de la estirpe humana y para llegar a serlo debe ser protegido.
 
La vida humana tiene un valor absoluto. ¿O es que tiene algún sentido que ahora, a estas alturas de la historia, con lo que hemos visto y vivido en varios siglos, en aras de la “relatividad” se autorice, por ejemplo, bajo ciertas condiciones, la esclavitud, la tortura o el sexo con menores de edad?. El derecho a la vida de todos los seres humanos, de los que están en camino al ser y de los que están a punto de dejar de ser, es una garantía de que todos somos iguales ante la ley. Si empezamos a introducir excepciones, entonces abrimos la puerta a la desigualdad y de alguna manera justificamos la dictadura de los fuertes sobre los más débiles. Volvemos a la ley de la selva y hasta autorizamos que la medicina olvide sus raíces como ciencia para la curación de las enfermedades. Desde otro punto de vista, desde la perspectiva de las políticas de natalidad, ¿qué sentido tiene clamar y clamar pidiendo desde el poder más nacimientos y luego promover y fomentar la muerte de futuros niños?
 
En el tiempo en que vivimos, de tanta fractura entre lo que se dice y lo que se hace, cobra especial importancia aquello que Edmund Pellegrino señalaba en relación con la ejemplaridad en el ejercicio de la medicina: “Aunque una sociedad pueda ir al precipicio, los hombres virtuosos serán siempre el norte que señala la vuelta a la sensibilidad moral; los médicos virtuosos son la guía que muestra el camino de regreso a la credibilidad moral para toda la profesión médica”. Que los médicos defiendan el derecho a la vida para todos es crucial para la recuperación de los valores morales. Unos valores que ni son negociables ni disponibles por la sencilla razón de que son propios de la dignidad del ser humano, dignidad que es inherente a la condición personal.
 
Comprometerse solidariamente con el más débil, con el indefenso, con el que no tiene voz ni posibilidad de defensa, he ahí la solución en una sociedad sana a estos difíciles y dolorosos dilemas. ¿ O no están para eso, también, los poderes públicos?.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo
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