Las pasadas elecciones griegas han puesto de relieve la crisis de los partidos tradicionales y el ascenso de los extremismos, tanto de derecha como de izquierda. Es verdad que todavía la derecha, Nueva Democracia, sobre todo y el socialismo griego, Pasok, conservan apoyos importantes en el electorado. Pero la gran noticia es la llegada de la extrema derecha y la extrema izquierda al hemiciclo heleno junto a otros partidos, llegando a romper el clásico bipartidismo de las últimas décadas.

Ningún partido ha conseguido mayoría para gobernar y no ha sido posible que impere la cordura y se piense en la ciudadanía, por lo que el presidente del país acaba de anunciar nuevas elecciones en el próximo mes.  Se han impuesto las versiones más tecnostructurales y la izquierda radical ha preferido romper la baraja y esperar mayores réditos en las elecciones de junio. El partido más votado, Nueva Democracia, no ha conseguido formar gobierno pues ni siquiera los escaños del  Pasok eran suficientes para un ejecutivo de coalición, según parece la opción preferida por los electores. .
El próximo gobierno, si es que decide permanecer en el euro, habrá de recortar otros 110.000 millones de euros, liberalizar servicios y seguir privatizando por doquier. Igualmente, tendrá que plantearse el futuro de 150.000 empleados públicos. Tales cometidos no parece que sean plato de gusto de un gobierno de extrema izquierda o izquierda radical. Más bien, parecen tareas a acometer, si es que eso es lo adecuado para el desarrollo del país, para un gobierno de concentración, de pacto nacional, lo que, en las actuales circunstancias, dada la incapacidad de los políticos para apearse de las perspectivas del mando y razonar sobre la realidad, ha sido imposible.
Las imágenes que a diario nos sirve la televisión de las algaradas y continuas protestas que encabezan grupos antisistema es un ejemplo de hasta dónde se puede llegar cuándo el presupuesto público en el pasado se ha manejado de forma irresponsable al servicio de la captación de voluntades políticas. No es este el momento de recordar la magnitud, y cantidad, de fraudes al Estado de bienestar que han protagonizado los partidos que se han sucedido en el gobierno de estos años. El gasto público se ha destinado a colocar a los adeptos y a financiar operaciones de compra de votos inconfesables. Para ello tuvieron que inaugurar nuevas estructuras para dar cobijo a los afines y otorgar pingües subvenciones a colectivos a los que se deseaba cortejar electoralmente. Así las cosas, llegó un momento en el que la caja, que no es infinita e ilimitada como no pocos incautos pensaban, se quedó vacía y entonces el sueño intervencionista se vino abajo. Las consecuencias las estamos contemplando a diario en los telediarios para sonrojo general.
El caso griego nos enseña que la corrupción de los partidos tradicionales abre la puerta a los populismos y al autoritarismo. Mutatis mutandis es una situación parecida a la venezolana, que precipitó el acceso al poder de un populista y demagogo que no ha hecho más que empobrecer a los más desfavorecidos mientras los millones de petrodólares se destinan a operaciones imperialistas a cual más ridícula.
En fin, el laberinto griego tiene unas causas muy concretas que los dirigentes políticos debieran conocer muy bien. Por eso, entre nosotros la regeneración democrática es urgente. Tan urgente como dolorosa para muchos miembros de unas tecnoestructuras que más pronto que tarde caerán de la silla. Si los poderes políticos y financieros no se convierten, también materialmente, a otra forma de estar y ejercer el mando, es probable que tarde o temprano el ambiente heleno se proyecte a otras latitudes. Qué pena que seguimos sin entender que en estos momentos no son parches lo que se precisa sino una profunda y meditada reforma de los fundamentos del orden político, económico y social en el que la dignidad del ser humanossea lo central. Si continuamos haciendo cambios en un contexto de continuidad es probable que estemos preparando el camino para algo que todos detestamos pero que algunos se obstinan en no reconocer.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es