La caída del Muro de Berlín, hace ahora veinticinco años, ha traído consigo muchas sorpresas en muy diferentes ámbitos. Una de ellas se refiere al creciente protagonismo del islamismo en Europa y al derrumbe del comunismo tras la apertura del Muro. Ciertamente, en los años de la dictadura comunista parecía imprevisible que en poco tiempo el sistema marxista se desplomase tan rápidamente. Es más, si entonces nos dijeran que el Islam tendría una influencia creciente en Europa y que algunos países satélites de la todopoderosa URSS se convertirían en fidelísimos aliados de los EEUU, nos costaría creerlo.
 
Hoy Polonia, Hungría ola RepúblicaChecason sólidos aliados de los valores norteamericanos. Hoy, el 10 % más o menos, de la población europea es de origen musulmán y varios países  excomunistas comulgan con los valores norteamericanos ¿Era previsible que a los veinticinco años de la caída del Muro nos encontráramos con estas paradojas?. La contestación a la pregunta no es difícil porque la renuncia de los dirigentes europeos a las raíces que caracterizaron al viejo continente como un espacio de lucha por la libertad y los valores humanos ha traído consigo una visión excesivamente apegada al éxito económico y  al individualismo. En este marco, poco a poco se han ido apagando las iniciativas de humanización de la realidad para convertirnos en una tierra de creciente individualismo y de  personas mayores que miran el futuro hasta con desesperanza. La autocontemplación del éxito del Estado de bienestar nos ha dejado absortos en el materialismo y en un consumismo insolidario que ha borrado las huellas de una perspectiva profundamente humana y solidaria.
 
Mientras tanto, mientras las señas de identidad se borran, el derecho romano, el pensamiento griego y la cultura cristiana van despareciendo y emerge una nueva doctrina, férrea y homogénea, en cuya virtud lo importante es confiar ciegamente en una nueva experiencia “liberalizadora” que no es más que, a la larga, una vieja forma de control social y manipulación colectiva. El gusto por el pensamiento se censura, la aspiración a la justicia conduce a la formalidad de  normas que elabora la tecnoestructura, y la cultura solidaria se desnaturaliza ante la nueva ideología, que no es otra cosa que la imposición de un modelo de vida en el que está prohibido salirse del carril de lo conveniente, en el que hay que confiar sumisamente en los dirigentes políticos y en el que está censurado mirar aguas arriba de la realidad.
 
En este contexto en el que el hombre y la mujer se deshumanizan, todo es posible: desde la transacción y el cambalache con la dignidad del ser humano hasta la inmersión en doctrinas irracionales que proscriben el pensamiento y la reflexión. Hoy, por ello, cada vez es más importante el pensamiento libre, los espacios en los que se pueda debatir y pensar en libertad. Espacios y ambientes que cada vez son más necesarios para volver a construir una Europa fiel a sus orígenes en la que la justicia, el sentido de la vida y la libertad solidaria vuelvan a brillar con luz propia.
 
La crisis en las que nos hemos instalado no es más que el trasunto de ese olvido de lo importante, de esa conversión furibunda a la ideología del pensamiento único en el que el miedo a la libertad y a la verdad caracteriza un panorama desolador. Un panorama en el que la corrupción irrumpe súbitamente y puede echar por tierra muchos años de esfuerzo y de trabajo. Cada vez hay más personas excluidas, cada vez hay más control social y cada vez crece el descontento y la indignación. Hasta el punto de que toda una civilización correo peligro de  entregarse al populismo y a la demagogia, dos enemigos de la vida humana que ya hicieron de las suyas no hace mucho entre nosotros. Y todo porque una minoría se aferra, y de qué manera, a sus privilegios. Que pena.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.