La conmemoración próxima,el día 6 de diciembre, de los cuarenta años de la Constitución de 1978, invita a meditar acerca del preámbulo de nuestra Carta Magna y su grado de realización en la vida social y política. En su seno encontramos los valores que conforman la sustancia constitucional y la matriz de dónde surge el espíritu constitucional, el centro de donde procede el dinamismo y las virtualidades de la Constitución. En efecto, en el preámbulo de la Constitución encontramos ese conjunto de valores o de pautas que dan sentido a todo el texto constitucional y que deben impregnar el régimen jurídico y el orden social colectivo, es decir, son las directrices que deben guiar nuestra vida política, no sólo la de los partidos, la de todos los españoles, nuestra vida cívica.
En el tercer inciso del preámbulo de la Constitución se plantea la cuestión de los derechos humanos y el reconocimiento de la identidad política y cultural de los pueblos de España, al señalar la necesidad de “proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas, tradiciones, lenguas e instituciones”.
Este principio general expresado en el preámbulo se ve traducido, en el artículo 2 de la Constitución, en el reconocimiento de la identidad política de los pueblos de España, al garantizar el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran la nación española, así como la solidaridad entre todas ellas, lo que se ha concretado, tras cuarenta años de desarrollo constitucional, en un modelo de Estado que que ha disfrutado, al menos hasta que se inició el llamado proces catalán, de una razonable consolidación y estabilidad, como lo prueba la cantidad y calidad de las competencias asumidas por las Comunidades Autónomas. Y desde luego que, para muchos de nosotros, este respaldo jurídico-político a la realidad plural de España es uno de los principales aciertos de nuestra Constitución y un motor para nuestro progreso cultural y político.
En efecto, no dejan de producirse en torno a esta cuestión, ahora de forma inquietante, recelos mutuos entre ciertos sectores, de una parte los de quienes aspiran a la independencia o a una autonomía extrema que de hecho rompe el marco constitucional, y de otra los de quienes consideran que el marco autonómico y la promoción de la pluralidad los españoles rompe la unidad de España. Ante estas tensiones es necesario apelar al consenso como metodología para el desarrollo constitucional, particularmente en este punto –en lo referente al Título VIII- porque nos encontramos ante una cuestión que afecta esencialmente a la misma concepción del Estado. No se trata de elaborar un nuevo consenso, sino de establecer nuevos consensos sobre la base del consenso constitucional. La Constitución ha querido que el derecho al autogobierno se reconozca a la vez que la solidaridad entre todas las autonomías. Es cierto que las Comunidades Autónomas, en cuanto que identidades colectivas con una personalidad propia manifiestan sus legítimas particularidades y singularidades. Los usos políticos han denominado a estas particularidades “hechos diferenciales”, denominación adecuada precisamente en la medida en que existen elementos comunes.
Pues bien, la existencia de esas diferencias o singularidades –como se quieran llamar- promueve un enriquecimiento constante y dinámico de ese conjunto que se llama España, vertebrado como un Estado autonómico, y en el que la potenciación y desarrollo de las distintas partes, mejora el conjunto.
En este sentido, me parece atinada la explicación sobre España como la del conjunto y las partes, que hacía ORTEGA Y GASSET, no sólo por sus evidentes connotaciones históricas sino porque supone la llamada a otros criterios constitucionales como pueden ser la solidaridad y la cooperación. En este marco, España constituye un magnífico espacio de solidaridad y convivencia siempre desde la plena aceptación de las diferentes identidades que la integran, en un ejercicio activo de compromiso en el respeto a las diferencias. Por eso, la cooperación al bien de todos y común, parece el mejor bien posible para cada uno.
Ahora bien, si es preciso moderar los excesos diferencialistas, debe recordarse al mismo tiempo que donde hay unidad uniformante no hay cooperación, todo lo más habrá operatividadd o capacidad operativa. La cooperación implica, necesita la diversidad, la pluralidad, la aportación diversa de los que cooperan y tienen un objetivo común. Además, no se trata de una solidaridad mercantilista, sino de una solidaridad en la que cada identidad se esfuerza para la mejora propia, la de los demás y la del conjunto, en la medida y la forma en que esto sea posible. Por eso hablamos de autonomía y de integración en un equilibrio que conviene encontrar entre todos, para cada momento. En este sentido, la Constitución se nos presenta como un instrumento jurídico y político adecuado para la consecución de tan fecundo equilibrio, que tenemos que saber alcanzar y desarrollar inteligente y respetosamente los unos con los otros. Un equilibrio, cuarenta años despues, ahora más necesario que nunca.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana