El gobierno ha empezado a tomar medidas para reducir el abultado déficit público. Ha subido los impuestos a las personas, ha iniciado una reforma financiera con el fin de que sean las propias entidades las que asuman el coste de la operación, ha enviado a las Cortes un proyecto de ley de estabilidad financiera que concreta el techo del gasto público y el principio de equilibrio presupuestario. Sin embargo, la gran asignatura pendiente que bien se podía haber preparado con tiempo para aplicarla nada más llegar al consejo de ministros se refiere a la reforma, drástica reforma del sector público español. Reforma que ha de ir acompañada de una radical modificación del régimen subvencional y de una progresiva eliminación de tantas cuantas ayudas públicasse han otorgado en estos años con el fin de controlar y aherrojar la vida y actividades de ciudadanos e instituciones del más variado tipo.

Resulta, sin embargo, para sombro y escándalo de no pocos ciudadanos que los principales causantes de la crisis: políticos, sindicalistas y patronos, siguen disfrutando de pingues subvenciones pues solo se les ha reducido el 20% de lo que reciben del presupuesto público mientras millones de españoles malamente llegan como pueden a final de mes. Es verdad que por fin se ha cortado el privilegio de las  retribuciones de los directivos de instituciones financieras reflotadas con fondos públicos, pero no es menos cierto que todavía son varios miles las empresas, compañías, sociedades, entes empresariales y fundaciones que con fondos públicos realizan actividades innecesarias.
Junto a la profunda reforma del sector público y a la radical eliminación de tantas y tantas subvenciones improductivas, injustificadas y clientelares, hace falta clarificar el mapa competencial de las distintas Administraciones y Gobiernos. El actual modelo requiere de mayor precisión y nitidez para evitar las muy frecuentes duplicidades y hasta triplicidades de intervenciones públicas de la misma naturaleza sobre las mismas materias. En este sentido, es menester de una vez, atendiendo a lo que atinadamente señaló el Consejo de Estado años atrás, regular mejor las competencias indelegables del Estado y diseñar un acabado régimen de colaboración y cooperación que permita que las tareas comunes, que no son pocas, se puedan realizar por las distintas Administraciones de forma eficaz y eficiente.
Que sobran muchos cientos o miles de empresas y sociedades públicas, en el nivel nacional y en el autonómico, lo sabe todo el mundo, sobre todo quienes en ellas laboran. Que todavía no conocemos un plan acabado para terminar con esta sangría financiera lo demuestra que este punto, al menos en estos días, ha quedado aparcado. Al igual que un plan integral de supresión de subvenciones. Primero hay que eliminar estructuras y cuándo la poda, junto a la de las subvenciones, se haya realizado, si hace falta porque no queda más remedio, que se suban los impuestos. No es de recibo, y desde luego no saldrá gratis, castigar a los ciudadanos en su conjunto mientras todavía perviven estructuras públicas y subvenciones que siguen minando unas cuentas públicas maltrechas e impresentables.
Para terminar, buena cosa es que las responsabilidades jurídicas se exijan a quienes malgasten, dilapiden o despilfarren fondos públicos. Ahora bien, que quienes han llevado a este país, en el plano político o financiero, a la ruina, sigan cómodamente disfrutando de pensiones millonarias y de toda suerte de prebendas es, en una democracia digna de tal nombre, un profundo insulto a los ciudadanos. ¿O no?.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es