España es, además de una nación con varios cientos de años de historia, para lo que ahora interesa señalar, un espacio de solidaridad. La solidaridad es la argamasa que afirma esa unión de pueblos tan diferentes pero que tantas cosas tienen en común. Y la solidaridad no se mide sólo en términos económicos, aunque esos sean los únicos contabilizables. Un país es, en buena medida, su historia.  En ese contexto, la deuda que el resto de España tiene, por poner un ejemplo, con Cataluña, es posiblemente impagable, pero en igual o mayor medida es incalculable la deuda que Cataluña tiene con el resto de los pueblos de España. Sólo la visión raquítica que impone el nacionalismo radical permite ver la solidaridad en función de los costes que reporta, olvidando los beneficios que proporciona. Hoy, este rasgo esencial de lo que es España es atacada por ese proyecto soberanista e independentista, confeccionado desde el pensamiento único, estático y cerrado.
 
España es tal vez más que nada, un fondo común  inmenso, compartido, de vivencias, de experiencias, de afectos, de pasiones, de ilusiones, de proyectos. Un proyecto que ahora, ante la crisis, puede demostrar de lo que es capaz. Pero para eso es menester la construcción y diseño, todavía hay tiempo, de una argumentación fundada en la realidad de lo que somos, de lo que seremos y, por qué no, de los que hemos sido mientras hemos permanecido, con distintas fórmulas en función de los tiempos, unidos. La diversidad entre nosotros no ha sido algo negativo, sino una cualidad que nos ha fortalecido.
 
Esta afirmación de la identidad de España, que se podía llenar de matices y de argumentos hasta componer un tapiz difícilmente igualable en el mundo, no quiere ser, recurriendo a la expresión de Simone Weil, un patriotismo de grandeza. No, no se trata de aquel patriotismo ampuloso, satisfecho, tan propio de todo nacionalismo. No se trata de eso porque no podemos olvidar,  ni podemos ni queremos hacerlo, que, al lado de lo que nos enorgullece, de lo que puedan ser las  glorias de este gran proyecto colectivo, siempre efímeras, si no es por el recuerdo que las salva, se levantan todas sus tropelías, errores, torpezas y falsedades.
 
La realidad histórica de España, y su realidad actual, nos llena de dignidad y de satisfacción por muchos motivos, aunque es posible que por otros nos ocasione indignación o repulsa. Pero no por eso le damos la espalda, sino que sentimos más perentoriamente el compromiso común por mejorar la España que somos, que no es sino, el compromiso por hacernos nosotros mismos  y todos los pueblos españoles- más libres, más cooperadores, más generosos y más solidarios. Esta es, me parece, la raíz del mensaje que hoy esperan muchos españoles. Un mensaje que debe expresarse desde la moderación y el sentido común. No se puede olvidar que mucha gente normal haciendo bien lo propio de cada día es quien levanta y saca adelante a España. Y esas personas precisan que se les diga la verdad. Sí, la verdad. No una historia al servicio de unos intereses, muchas veces inconfesables, que bien sabemos de dónde vienen y a donde van.
 
 
 

Jaime Rodríguez-Arana es

Catedrático de Derecho Administrativo. jra@udc.es