La estabilidad social, política, económica y familiar es uno de los presupuestos del desarrollo colectivo y personal. Esta afirmación, sin embargo, es alterada por políticas que van dirigidas, de una u otra manera, a beneficiar a unos perjudicando a los más, por decisiones que abren grietas en las instituciones sociales más relevantes y por la adopción de medidas que, por encima de todo, convierten la acción de gobierno en una especie de juego por la conservación y mantenimiento del poder como único fin.
En España, la situación política creada tras el 20-D, por más que nos pese, viene preparada por una acción pública que no ha reparado en aplicar al pie de la letra el manual de una burocracia comunitaria indolente, incapaz de comprender que es posible el crecimiento económico y la sensibilidad social al mismo tiempo. Por estos lares, se han operado, castigando a las clases medias y bajas, una serie de recortes que han conducido a un descontento general que los expertos en manipulación y agitación han sabido, y de qué manera, conducir a su terreno.
La inestabilidad política se introduce en la contienda política a partir de la estrategia de la descalificación, del engaño, de la mentira, de la manipulación, sobre todo de la aspiración a la destrucción y laminación del adversario. Así, de esta manera, la política se convierte en terreno abonado para la inmoralidad, en espacio disponible para la subversión del orden establecido a través del uso torticero de las más sofisticadas metodologías de agitación y control social. En este contexto, la inestabilidad hace acto de presencia con inusitada fuerza puesto que todo ha de ser pasto del interés partidario, que es la fuente del poder y de todo cuantos se mueve en los aledaños de las instituciones. Lo que hoy es de una manera, mañana puede, debe, cambiar si esa es la voluntad política.
La inestabilidad social se instala en la vida cuando se ponen en tela de juicio las instituciones generadoras de equilibrio e integración. Es el caso del deliberado intento de asalto a la familia y al matrimonio a través de normas que promueven la inestabilidad. En España, los recientes datos sobre el divorcio expres, no tanto en su dimensión cuantitativa, que es grave, sino en la emergencia de un nuevo machismo, y en la preterición de los hijos y de las mujeres, debería llevar a la reflexión.
En el terreno económico, conocemos bien las consecuencias de la inestabilidad y apreciamos la existencia de un ambiente general de seguridad jurídica y de reglas claras de obligado cumplimiento para todos.
Finalmente, la inestabilidad en el mundo cultural es tal que muchos de sus más famosos responsables no tienen problema alguno en reconocer que la cultura, en si misma, es inestable, como inestable es, dicen, la realidad humana. No hay más, para certificar semejante aserto, que acercarse a las múltiples expresiones de la cultura de este tiempo para comprender hasta que punto la inestabilidad es hoy una de las banderas de una manera de entender el mundo y la persona.
Pues bien, en este contexto de inestabilidad que nos invade, también propiciado indirectamente desde las terminales mediáticas conectadas al poder, es menester llamar la atención sobre una de los grandes desafíos que tenemos ante nosotros para los próximos tiempos. Me refiero a la revolución pacífica de mayorías sociales que empiezan ya a estar hartas, lo hemos visto el 20-D, de tanta manipulación, de tanta dictadura de determinadas minorías, de tanto atropello a los derechos fundamentales de la persona y tanta falta de respeto a convicciones generales que caracterizan a muchos millones de personas.
Estos días, tras el 20-D surgen, cada vez con más fuerza, voces y plumas que convocan a la estabilidad, al equilibrio, a la integración, al pluralismo. Y, sobre todo, a la libertad y a la verdad, dos conceptos que hoy hacen agua por todas partes porque, sencillamente, siendo como son los grandes baluartes del temple y del coraje cívico de la sociedad, se les profesa un miedo y un pavor indescriptibles.
Tras el 20-D, los ciudadanos por fin son conscientes de su posición y su poder. Desean gobiernos que se centren en proteger, defender y promover la dignidad del ser humano. No Ejecutivos dominados por una terminología ininteligible o Administraciones insensibles a las más elementales necesidades sociales. Ahora, tras el 20-D, quienes tengan que tomar decisiones, bien harían en bajar a la arena y preguntar a la gente porque, de lo contrario, seguirán presos de esa impronta autoritaria propia de quien piensa que encarna el interés general.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.