El reciente informe de la Comisión Europea sobre la corrupción, a pesar de no haber sorprendido a nadie, pone de relieve que los ciudadanos tienen una idea muy clara de cómo se manejan los asuntos públicos en el viejo continente en este tiempo. De entrada, tres de cuatro ciudadanos, según encuestas y análisis propios de la UE, estiman que viven, que vivimos, en un ambiente de corrupción generalizada. O lo que es lo mismo, que el poder público se administra al servicio, no del interés general, sino de intereses parciales, particulares. Llama la atención, sin embargo, que siendo tan elevada la sensación de que estamos instalados en un clima de corrupción general, la reacción ciudadana es la que es.
En España, según el estudio de la UE a que me refiero en el artículo de hoy, el 95% piensa que, en efecto, la corrupción es general. En Italia, el 97% y en Grecia, el 99%. Incluso en países que tienen una imagen de seriedad como Alemania, hasta el 59% de la población estima que viven en un ambiente generalizado de corrupción.
Así las cosas, tampoco sorprende que la comisaria encargada de presentar el informe, la sueca Cecilia Malmstrom, apele a la necesidad de que los gobernantes se impliquen en la resolución de este grave problema y recuerde que la corrupción mina la confianza de los ciudadanos en las instituciones democráticas y en el Estado de Derecho”.
120.000 millones de euros es el montante de lo que se calcula que se cobra la corrupción. 47.000 millones en España. Son cifras ciertamente escandalosas que explican, especialmente en un momento de aguda y grave crisis económica, la magnitud de la opinión ciudadana sobre esta lacra social tan grave que azota a la tan civilizada Europa.
Alemania, por lo pronto, acaba de anunciar un nuevo código ético parlamentario para desterrar ciertas prácticas que se habían instalado entre sus señorías. Algo es algo. En otros países, a pesar de que crece el descontento y de que se multiplican los casos de corrupción, es tal la potencia de los que están al interior de las instituciones más corruptas, que apenas se toman medidas no vaya a ser que el gallinero se alborote y se termine la placidez en la que viven no pocos dirigentes.
Es verdad, quien podrá negarlo, que la percepción de generalidad de la corrupción es el efecto de la transparencia, de que los medios de comunicación tienen acceso a estas prácticas, todos los días objeto de las portadas de los periódicos, de la televisión o de la red. Tales informaciones generan, es lógico, tolerancia cero por parte de los ciudadanos y la sensación de hartazgo aumenta.
Sean exageradas o no las cifras que ofrece la UE, lo cierto y verdad es que la corrupción es un problema ante en el que poco o nada hace quien podría. En España el 77% de la población estima que en los últimos tres años estas prácticas de corrupción han empeorado aunque, esto es lo llamativo, solo el 8% admite haber tenido experiencia del fenómeno y apenas el 12 % denunció estos comportamientos. Es decir, aunque existe una tendencia a la exageración, por lo demás constatable en este tipo de situaciones, el problema es real y requiere una cura de urgencia.
El diagnóstico es conocido y la terapia también existe. El quid de la cuestión radica en que el médico, para curar la enfermedad, tiene que seguir un protocolo que seguramente provocará algunos dolores, incluso fuertes, en el cuerpo del enfermo. Pero si nada se hace, no hay que ser muy listos para saber lo que acontecerá antes o después. Ante tal probabilidad, los enemigos de la democracia y del Estado de Derecho se frotan las manos y sonríen a mandíbula batiente. Qué pena.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es