Transparencia Internacional acaba de publicar un informe titulado “Dinero, política y poder” en Europa” que contiene unas conclusiones no difíciles de intuir. Efectivamente, en el origen y etiología de la aguda y dolorosa crisis que estamos sufriendo,  especialmente en el viejo continente, está esa oscuridad que reina en el proceloso mundo de las íntimas relaciones que existen entre poder político y poder financiero. En este contexto, se debe regular con transparencia la acción de los lobbies así como un sistema operativo, eficaz y real, de control de la financiación de los partidos políticos.

En concreto, la ONG especializada en la lucha anticorrupción recomienda a nuestro país más transparencia, un programa anticorrupción, una norma de responsabilidad judicial y un código ético para los parlamentarios. En estos momentos tenemos un proyecto de ley de transparencia que esperemos introduzca más luz y taquígrafos en la acción de los poderes del Estado y disponga de un sistema de control en manos de autoridades independientes. El plan anticorrupción debería confeccionarse sobre la base de una nueva norma de financiación de los partidos políticos y de un régimen jurídico que garantice, hasta dónde sea posible, el principio democrático en la vida interna de estas formaciones. La responsabilidad jurídica de los gestores públicos  ya tiene rango legal desde hace escasas fechas mientras que la responsabilidad jurídica de los jueces y magistrados es un tema que se debería acometer en breve, sobre todo tras lo que está aconteciendo en el seno del consejo general del poder judicial, la institución de gobierno de los jueces, que en España lleva en entredicho demasiado tiempo.
Este informe es el resultado de la primera evaluación global de la capacidad real anticorrupción de más de 300 instituciones nacionales de los 25 Estados miembros de la Unión Europea. Como cabría esperar, las instituciones peor valoradas por los ciudadanos son, por este orden, partidos políticos, empresas y administraciones públicas. Las mejores en este terreno fueron los auditores del Estado, los defensores del pueblo y los organismos públicos encargados de la administración electoral.
El informe refleja que todavía hay muchos gobiernos que no rinden eficazmente cuentas del gasto público y que, esto sí que es muy grave, solo dos países protegen adecuadamente a los denunciantes de las represalias producidas por su acción. Dinamarca, Noruega y Suecia son los Estados mejor protegidos contra la corrupción, pues disponen de  sólidos organismos de control, auditores independientes y sistemas de justicia y de policías confiables y no dependientes de los poderes políticos.
Otros puntos débiles que destaca el informe se refieren a que 12 países no establecen límite alguno a las donaciones a partidos por parte de personas físicas o jurídicas, 17 Estados miembros no disponen de códigos de conducta para los parlamentarios y 11 integrantes de la UE tienen un régimen de divulgación pública de los bienes y actividades de los representantes de la soberanía popular.
En este contexto, como es lógico, la corrupción ha florecido y se ha desarrollado con una gran intensidad. Una corrupción que está en la base de la crisis económica y financiera y que se debe extirpar si es que queremos de verdad que las cosas cambien sustancialmente. Para ello, los dirigentes de los partidos deberían empezar a sentar acuerdos que impidan el control de determinadas instituciones, que fomenten la democracia interna, que reduzcan notablemente el número de asesores y personal de confianza y, sobre todo, que, de una vez  se conviertan en representantes de los electores, no del jefe de filas que digitalmente los colocó magníficamente en una lista electoral. La ciudadanía, con toda razón, empieza a estar decepcionada con estos políticos que tenemos.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es