El 22 de junio de este año el proyecto europeo ha recibido un duro castigo que debería ser el punto de partida  para comprobar hasta que punto el viejo continente, que tanto ha contribuido en el pasado a humanizar el mundo, necesita actualizar y renovar los valores y los principios que presidieron su fundación.
 
Es verdad,  si bien la Unión Europea nació como un espacio de integración económica, no es menos cierto que en el horizonte siempre estaba y está la integración cultural y política que, sin embargo, está siendo preterida a favor del unilateralismo económico y la dictadura del tecnosistema actual. Mientras, millones de europeos, que vibran y sienten como propios esos valores, hoy en el olvido,  se encuentran decepcionados ante tanta prepotencia, tanto despotismo y tanto dominio tecnoestructural. Es probable que Schuman, De Gasperi o Adenauer se quedaran un tanto sorprendidos por la forma en que Europa evoluciona, por la forma en la que Europa se consume poco a poco a golpe de esta clamorosa ausencia de compromiso radical con los derechos humanos, sobre todo de los desfavorecidos.
 
Europa, que ha sido el espacio de la libertad, del inconformismo, de la lucha por la verdad, hoy está tomada, salvo excepciones, por una legión de burócratas que, renunciando al alma del europeísmo, se han instalado en un pódium desde el que se lesionan derechos fundamentales, defendidos o laminados según los intereses de esas minorías que gobiernan a su antojo. El dominio de la dimensión económica sobre la social es otro rasgo que está aniquilando un ambiente de compromiso con los pobres y desfavorecidos, abandonados a su suerte.
 
Europa siempre ha sido un continente consciente de la trascendencia y relevancia de la solidaridad, de la sensibilidad social. Sin embargo, hoy el individualismo es de tal calibre y reina con tal señorío, que la adicción al materialismo y al consumismo, hábilmente provocada por más poderosas terminales de la tecnoestructura, dificulta  la existencia de cualidades verdaderamente democráticas. En este ambiente, uno a uno van languideciendo todos y cada uno de los valores que hicieron grande a Europa: la libertad, la igualdad, la justicia, la tolerancia o, fundamentalmente, el compromiso con la verdad.
 
En el colmo del despotismo ilustrado hoy tan de moda, no sólo en las instituciones comunitarias, nos encontramos con que la gente, la ciudadanía, el pueblo,  cada vez tiene menos interés en las cuestiones europeas y, cuándo se le da la oportunidad,   lo manifiesta, tal y como como hemos visto en las elecciones últimas al Parlamento europeo.
 
 
Así, llegamos, es cierto, a una Europa enferma. A una Europa que está reclamando a gritos un nuevo impulso, una refundación urgente. Cómo ha dicho el cineasta polaco Zanussi, si Europa fuera una persona, habría que llevarla al psicólogo porque aunque no se trata de un caso clínico, muestra claros síntomas de desequilibrio: ha perdido sus ilusiones y su confianza en sí  misma. Para curarse necesita ser ella misma, recuperar los valores y los principios propios e ir abandonando, poco a poco, los actos y omisiones que la han llevado a la enfermedad. Y para salir de cualquier enfermedad es menester reconocerla y ponerse en manos de un buen médico, algo que, sin embargo, a juzgar por la altanería con que algunos hablan de esta nueva Europa parece todavía algo lejano.
 
El 22 de junio ha llegado, por si hubiera dudas, una clara señal. Así no se puede continuar. Precisamos  estadistas capaces de entender lo que está pasando y lo que hay que hacer para rectificar el rumbo. Estadistas y, por supuesto, un temple y un coraje cívico en el pueblo que en este tiempo, sin embargo, brilla por su ausencia. Ese es el problema.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.