Un sano y saludable principio de buena administración, sea pública o privada, consiste en saber cuadrar ingresos y gastos en el ejercicio económico. Un magnífico principio de buena gestión es gastar menos de lo que se ingresa, siempre que se cumplan los objetivos de la organización de que se trate. En cambio, gastar más de lo que se ingresa, salvo por justificadas y acreditadas razones, es síntoma de mala gestión. Señal de malísima gestión es recurrir permanentemente a la deuda para gestionar financieramente la institución.
En el caso de la gestión pública, no se puede olvidar que se manejan caudales públicos, fondos que son de todos, de la titularidad ciudadana. Por ello, en estos casos, hay que actuar con suma cautela destinándolos a los fines previstos. En la Constitución, artículo 31, se señalan los principios del gasto público: equidad, eficiencia y economía. Es decir, la austeridad, que es connatural al gasto público, ha de entenderse, constitucionalmente hablando, en un contexto de equidad y eficiencia. La eficiencia se ha concretado, por mor de la reforma constitucional, en el nuevo párrafo del artículo 135 que establece el criterio de equilibrio y estabilidad presupuestaria, principio que a mi juicio está implícito precisamente en el artículo 31, un precepto tan desconocido como impracticado en los últimos años.
En este contexto tenemos que analizar la situación de la deuda y del déficit público del conjunto de las Administraciones públicas. Una situación de todos conocida y que reclama actuaciones concretas más allá del muro de la responsabilidad política como se está haciendo afortunadamente en las reformas de estos meses. Gastar más de lo que se ingresa sin justificación no es sólo limitar los bienes y servicios a que tienen derecho los ciudadanos, es malgastar los fondos públicos. Por tanto, es lógico que tal proceder implique la contravención de una norma jurídica como la que ha anunciado el gobierno. Conculcar los dígitos de déficit establecidos, paree obvio, es infringir la norma jurídica. Solo faltaría. Ahora bien, que esa infracción sea un ilícito administrativo o penal es ya harina de otro costal.
En mi opinión, la conculcación de la norma que se establezca debe constituir una infracción administrativa que habrá de llevar aparejada la correspondiente sanción, que seguramente será la inhabilitación o una multa a satisfacer, no por la corporación, sino por su titular. Sin embargo, puede haber casos en los que el grado de la infracción sea de tal calibre que implique dolo o culpa grave ingresándose en el terreno del derecho penal. La distinción entre delito e infracción administrativa es crucial en este punto. La infracción sólo, y no es poco, reclama la contravención de la norma. El delito supone voluntariedad en la conculcación, algo muy difícil de probar, sobre todo cuándo se han eliminado en determinadas instituciones las advertencias de ilegalidad tan importantes para la prueba del delito.
Es hora ya de superar la responsabilidad política en estos casos porque en similares situaciones cualquier gestor privado responde jurídicamente. Amenazar sólo con la sanción penal y criminalizar los ilícitos administrativos es, desde luego, una determinada opción de política legislativa. Sin embargo, jugar con ambos planos reservando la responsabilidad penal para los casos en que la voluntariedad sea un elemento determinante parece razonable. Ya era hora de romper la impunidad de tantos responsables públicos que tras dejar en bancarrota las instituciones presididas se iban a gozar de pingues pensiones o retiros en empresas o sociedades públicas. Ya era hora.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es