«Tenemos voto, pero no tenemos voz». Esta afirmación, aparentemente paradójica, la escuché hace unos días en un coloquio con estudiantes, tratando de la democracia en nuestro tiempo. A unos les puede parecer excesiva y a otros les puede parecer atinada. A mí, al menos, me hace pensar porque en la democracia se vota para estar presente, se elijen representantes para que hagan llegar nuestra voz al Parlamento, para que se reflejen en el espacio de la deliberación parlamentaria los distintos intereses y vectores que configuran realmente la sociedad. Por eso, si el voto no sirviera para que transmita la voz es que algo grave estaría pasando.
Es frecuente, lo constatamos a diario, que ante la existencia de un problema se tienda a situar su causa en el mundo exterior. Pocas, muy pocas veces, se tiene la gallardía de reconocer que la razón de algo que no funciona está en uno mismo. Pues bien, me parece que la actual situación de la praxis democrática hay que buscarla en el sentido de responsabilidad y de iniciativa de la gente, en la capacidad de compromiso de las personas. Ciertamente, es más cómodo delegar la resolución de los asuntos públicos en unos representantes a quienes ni se conoce alimentando esa tecnoestructura dominadora que ansía adormecer la conciencia de las personas y suplantar sus iniciativas sociales. Por eso, el verdadero culpable de esa languidez democrática somos nosotros, que preferimos el plancentero individualismo que nos invita a no pensar y no preocuparnos más que por tener y tener, y consumir y consumir. Afortunadamente, la crisis está despertando la conciencia de muchas personas a quienes de la noche a la mañana se ha cortado el sueño consumista.
En ese sentido, es imprescindible recuperar las potencialidades que nos permiten salir del nicho de la privacidad e irrumpir en el ágora pública, que es nuestro lugar natural como ciudadanos que somos. Porque tales potencialidades, tales fuerzas, son las excelencias que el ser humano es capaz de alumbrar en diálogo vital con quienes le rodean. La juventud actual, sin embargo, a tenor de una reciente encuesta del Centro Reina Sofía, refleja que los jóvenes apuestan por la autorreferencia y la autoestina, por cuestiones intrascendentes y son muy dependientes de las opiniones vertidas en los medios de comunicación.
Hoy, es frecuente pensar que la solución viene del Estado o del Mercado. Sin embargo, la solución viene de nosotros mismos, de la capacidad de articulación real de las libertades de los ciudadanos. Cuando esto no acontece, es el caso de tantos países de influencia occidental, ese vacío es ocupado por la maquinaria burocrática y tenocrática que, ya sea desde el Estado o desde el mercado, se extienden por el espacio reservado a las energías humanas.
En este contexto, poco a poco, el conjunto de la ciudadanía debe hacer posible que los ciudadanos responsables demuestren con hechos que son más responsables, más benévolos, más eficaces que todas esas cúpulas tecnoestructurales que secuestran incluso las ideas de las personas a quienes dicen representar con el objetivo de permanecer en la poltrona cuanto más tiempo mejor. Ese es el drama político de este tiempo, no cuentan las personas, solo mandan los dirigentes. Es tiempo, pues, de que la juventud y las personas amigas del pensamiento crítico se rebele pacíficamente contra este estado de cosas y colabore con el diseño y construcción de nuevas formas de pensar y de estar en política porque ciertamente las hay.
Jaime Rodríguez-Arana
Catedrático de Derecho Administrativo