En 2011, son datos que hemos conocido estos días, la deuda de las Autonomías ha crecido un 17%, hasta llegar a los 140.083 millones de euros. Así las cosas, no puede esperar más una drástica reforma de la estructuración administrativa e institucional de las Comunidades Autónomas. En la Constitución no se estableció, porque no era el pensamiento de los constituyentes, que el modelo autonómico debía inspirarse en la estructura del Estado-nación. Más bien, si se diseñó este sistema de descentralización política y territorial que denominamos Estado de las Autonomías era para que el ejercicio del poder redundara, por estar más cerca de la realidad, en una forma más eficaz y humana de atender los asuntos del conjunto de la sociedad, del interés general.
Pues bien, a pesar de los pesares, la tendencia de las estructuras públicas de las Autonomías, de todas sin excepción, fue la de reproducir el esquema ministerial e institucional del Estado. Consejerías que replican la denominación de los ministerios, defensores del pueblo, consejos de Estado, consejos económicos y sociales, autoridades de competencia, agencias de protección de datos… y toda una panoplia de empresas e instituciones de base pública, sometidas o no al derecho administrativo, poblaron el entramado organizativo de estos nuevos gobiernos y administraciones. Claro, para nutrir de empleados públicos a estas organizaciones y organismos era menester reclutar un personal que, incluso con sueldos y retribuciones más elevadas que sus homólogos de la Administración del Estado, salió, más o menos, de dónde todo el mundo sabe. Y, ahora, cuándo ya no es posible mantener estas estructuras, nos preguntamos, por ejemplo, qué pasará con toda esa legión de personal y como afectará su nueva situación al interior de las formaciones de procedencia y a sus principales dirigentes.
Las cifras que hemos conocido estos días aconsejan una reforma a fondo, en profundidad. No se trata de poner parches pues el sistema está enfermo por un desarrollo desproporcionado y al margen de las necesidades reales de la ciudadanía. En efecto, si en lugar de cabalgar hacia la irracionalidad copiando toda clase de estructuras de naturaleza estatal hubiéramos diseñado un esquema organizativo adaptado a los intereses públicos propios de los territorios en los que emergieron las Autonomías, otro gallo habría cantado. En su lugar, se prefirió discurrir por otros derroteros y habilitar a estas instituciones como grandes agencias de colocación de personal de diversa extracción y origen. Ahora vemos las consecuencias de tal proceder y no hay más remedio que desmantelar el régimen construido porque es financieramente insoportable.
En este contexto, hay dos opciones. Empezar a reformar parcialmente o buscar un acuerdo general con los principales interlocutores sociales, políticos, económicos y académicos. Si se ponen remiendos el problema subsistirá y en poco tiempo se reproducirá irremediablemente. Si, por el contrario, se acuerda una reforma de la Constitución, como en su día se hizo en Alemania, para que esté residenciado en el Estado lo que afecta a los asuntos de interés nacional, en las Autonomías ubicados los asuntos de interés público territorial que se puedan administrar mejor y en los Entes locales todas aquellas materias conectadas indeleblemente al interés público local, se podrá salir adelante.
En Alemania, efectivamente, se alcanzó el acuerdo buscado y hoy están como están. Por estos lares, sigue primando una versión ideológica del poder, esa versión insensible a las necesidades colectivas de la gente y por ello es tan difícil alcanzar un acuerdo de reforma constitucional en la materia. Ojala, sin embargo, que en esta ocasión prime el sentido del Estado y la consideración de las condiciones de vida de muchos españoles y se pueda rectificar el rumbo para que las Autonomías recuperen su función constitucional, que no es la de ser mini Estados, sino estructuras políticas que contribuyan poderosamente a la mejora de las condiciones de vida de sus ciudadanos, de sus habitantes. Ojo, no se trata de vaciar de competencias el Estado autonómico, si de dotarlo de aquellas que realmente repercutan en la calidad de vida de todos, no de unos pocos.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es