La dimensión ética del Derecho Público es un rasgo inseparable e indisolublemente unido a su raíz y a sus principales expresiones. No podría ser de otra forma porque atiende de manera especial al servicio objetivo a los intereses generales que, en el Estado social y democrático de Derecho, están inescindiblemente vinculados a los derechos fundamentales, individuales y sociales, de las personas. La forma en que los principios éticos y sus principales manifestaciones sean asumidos por el Derecho representa el compromiso real de los Poderes del Estado en relación con la dignidad del ser humano y el libre y solidario ejercicio de todos sus derechos fundamentales.
Probablemente nunca a lo largo de toda la historia encontremos, como ahora, tantos estudios sobre Ética. En el interés actual por la ética hay razones circunstanciales, como pueden ser los escándalos que nos sirve con mayor o menor intensidad y frecuencia la prensa diaria en todo el mundo. Hay razones políticas en este uso tan particular, porque la ética se ha convertido en un valor de primer orden, o cuando menos como un cierto valor para el mercadeo político. Además, hay también situaciones de desconcierto, ante las nuevas posibilidades que ofrece la técnica, que exigen una respuesta clarificadora. Pero hay una razón de fondo que pienso que justifica plenamente el interés por las cuestiones éticas.
En efecto, son incontestables los síntomas de que se están produciendo profundísimos y vertiginosos cambios en los modos de vida del planeta, hecho que se pone particularmente en evidencia en las sociedades avanzadas de occidente, o en aquellas otras de dispares ámbitos geográficos que con mayor o menor éxito se han adaptado a las denominadas exigencias occidentales de vida, hoy por cierto en crisis profunda. Estos cambios en los modos de convivencia son tan extensos, y se manifiestan con tal intensidad en las diversas áreas del entero existir, que muy bien podemos estar asistiendo, como muchos pensadores han apuntado, a un cambio de civilización. Efectivamente, un cambio de civilización que funde el nuevo orden social, político, jurídico y económico sobre la dignidad del ser humano y sus derechos fundamentales, individuales y sociales.
Todo el elenco inacabable de cambios en la estructura técnica de nuestra sociedad se traduce en transformaciones profundas, entre otras cosas, de nuestros modos de vida. Y con ellos se produce un derrumbamiento de los valores de una sociedad cerrada y rígidamente estructurada.
La democracia, con todo lo que tiene de perfectible en los modos en que la articulamos, parece afortunadamente afianzarse universalmente, al menos formalmente, como forma de organización de la vida política; al menos esa tendencia es clara.
La participación en la vida pública por parte de todos los miembros de la sociedad, aun siendo reducida, se enriquece progresivamente, sobre todo en las sociedades avanzadas, posibilitándose, en unos países más que en otros, la integración de los individuos en la vida social a través de un tejido asociativo cada vez más rico. El pluralismo alcanza todos los órdenes de la vida, extendiéndose a la cultura, caracterizando sociedades multiculturales.
La ampliación del tiempo de vida, debido a las mejores condiciones de nuestra existencia y a los adelantos médicos y sociales, está provocando un incremento temporal de dos segmentos de la vida humana (vejez y juventud), con un inaceptable desplazamiento y marginación de sus integrantes.
En fin, lo que ha fracasado es la forma tradicional de entender y acercarse al Estado social y democrático de Derecho. Ya no sirve aplicar un modelo nuevo sobre estructuras y mentalidades antiguas, que son las que justifican sin empacho alguno que los derechos sociales fundamentales no sean más que posibilidades de actuación, mandatos de optimización, que solo vinculan a los Poderes públicos si los presupuestos lo permiten. Es decir, la dignidad del ser humano al servicio del presupuesto, la negación del mismo Estado como tal.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezrana