Los defensores del denominado posoccidentalismo no cesan en su empeño de impugnar identidad europea. Dicen que la síntesis de la filosofía griega, el derecho romano y la solidaridad cristiana ya no conforma la esencia de un continente que se ha abierto a otros valores, a otras experiencias, a otras realidades. Esta tendencia cultural, deliberadamente organizada desde hace ya algunas décadas, va dando sus frutos en el terreno educativo, económico y social. No se puede negar. Ahora, en el colmo de la contradicción, nos animan a mirar, a imitar, a Oriente, olvidando quiénes somos y de dónde venimos. Cómo si la civilización oriental, que ciertamente tiene elementos culturales dignos de encomio, debiera sustituir a una manera de entender el mundo y la cultura que se ha basado fundamentalmente en la centralidad de la dignidad del ser humano.
En realidad, el cambio de paradigma que se anuncia a bombo y platillo no es ajeno a determinados intereses. Intereses económicos y financieros que ahora apuestan por culturas o modelos económicos en los que la dignidad de la persona no constituya el fundamento del sistema general, pues tal pretensión ahoga e impide determinados proyectos de gran proyección crematística. Por ejemplo, la seducción china constituye para algunos empresarios el paraíso del beneficio: bajos, bajísimos salarios, ausencia de protección social, sindicatos domesticados por el régimen. En este contexto, el pensamiento débil, el relativismo y la ausencia de esquemas educativos sólidos, contribuye a afianzar ese dominio de los fuertes sobre los más débiles en que está derivando la forma de entender la vida y el mundo. La crisis económica y financiera así lo atestigua. Por eso, el empeño sistemático y pertinaz de olvidar y renunciar a las raíces de Europa no es baladí.
Decía Paul Valery que Europa es Atenas, Roma y Jerusalén. Europa es hija de estas tres tradiciones y de estos tres espacios territoriales. Por supuesto. Pero, sobre todo, Europa es la resultante de estas tres civilizaciones que, con el paso del tiempo, han forjado un área cultural con una personalidad propia, original e inconfundible. Guste o no, la filosofía griega, el derecho romano y el cristianismo han definido esencialmente lo que es Europa. Por lo tanto, la identidad del llamado viejo continente está indisolublemente unida a estas tres tradiciones que, en su aparición y origen, han estado vinculadas al progreso y a la afirmación de la dignidad del ser humano.
La democracia griega es la gran descubridora de la libertad y de la participación del ciudadano en el espacio público. Y precisamente la libertad de la persona es la nota característica de un incipiente espíritu europeo que se rebeló contra el despotismo asiático a partir del pensamiento filosófico. Como ha reconocido Gianfranco Morra, el pensamiento filosófico educa en lo verdadero, lo bello y lo bueno y, en definitiva, ayuda a formar hombres y mujeres libres y solidarios en el pensamiento y, también, en la acción.
Roma supo conservar la herencia griega y, además, crear el derecho y la organización del Estado. Es sabido que el derecho romano, asumido y profundizado por la filosofía cristiana medieval, trajo consigo el fundamento del liberalismo moderno y dela democracia. Así, la teoría de los derechos naturales, la idea de que los seres humanos tienen derechos innatos a su condición personal, que les son propios e inherentes, es la clave del progreso del desarrollo humano y el principal baluarte contra la arbitrariedad.
Jerusalén es el punto de partida del cristianismo. En efecto, la identidad europea está inexorablemente vinculada al profundo y rico contenido de las raíces de una civilización montada sobre la libertad solidaria y la igualdad de los seres humanos. Derechos y libertades que encuentran su fundamento en el cristianismo. Así lo decía Schuman en 1959 dirigiéndose al Parlamento europeo: “La democracia ha nacido y se ha desarrollado con el cristianismo, ha nacido cuando el hombre, fiel a los valores cristianos, ha sido llamado a valorar la dignidad de la persona, la libertad individual, el respeto de los derechos de los demás y el amor al prójimo. Antes de la era cristiana estos principios no habían sido enunciados jamás; el cristianismo ha sido el primero en valorar la igualdad entre todos los hombres, sin diferencias de clase o de raza”.
Europa, en lugar de escapar de sus señas de identidad, de su historia y de sus raíces, debe volver una y otra vez sobre los rasgos de un carácter, de una personalidad que un día la convirtieron en un continente promotor de libertad, de igualdad y de justicia digno de imitación. Crecer en el compromiso por la dignidad del ser humano desde el pensamiento, desde el derecho y desde la solidaridad, es un desafío y una aventura en el que vale la pena embarcarse. Y, además, es un buen parapeto contra tanta dominación, contra tanta manipulación, contra tanto control como se inocula desde las terminales tecnoestructurales que han decidido crecer y perpetuarse en la cúpula como sea, aunque se tengan que poner en juego los principios conformadores de toda una cultura.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es