La próxima aprobación en España, ya era hora, de una ley de transparencia y de acceso a la información, en la que según parece se han incluido normas y disposiciones acerca del buen gobierno y la buena administración, plantea algunas consideraciones acerca del alcance y sentido de estas materias. También sobre la denominación de la ley porque si el buen gobierno y la buena administración, conceptos no idénticos, incluyen la transparencia y el acceso a la información, es probable que el título o la rúbrica de la ley debiera comenzar por lo general y, si es el caso, hacer una referencia a lo particular.
Tras esta matización, lo que quisiera comentar en el artículo de hoy es que en una verdadera democracia, la información que hay que garantizar a los ciudadanos, que son los auténticos soberanos del poder público, no es sólo la información que obra en manos de ministerios y demás entes públicos. Los ciudadanos, por el hecho de serlo, tienen, como titulares del derecho fundamental a la buena administración (artículo 41 de la carta europea de los derechos fundamentales), el derecho a conocer todas las informaciones de interés general. Es decir, la actividad de los partidos políticos, que son instituciones de interés general, los contratos de los sindicatos, que son instituciones de interés general, o los planes de formación que realizan las patronales, que son instituciones de interés general, deben estar bajo el escrutinio de la ciudadanía. Si, además, resulta que estas instituciones se financian en gran medida con fondos públicos, la transparencia de sus actuaciones y la obligación de rendir cuentas y facilitar la información que se solicite es, si cabe, más exigible todavía.
En el mismo sentido, la Corona, que se financia también con fondos públicos por ser la jefatura del Estado, tiene, por obvias razones, una obligación de ejemplaridad en todo lo que se refiere a la transparencia y a la información que todo el mundo reconoce. Las ONGs que manejan fondos públicos deben rendir cuentas de sus actuaciones así como los concesionarios de servicios públicos y contratistas de las Administraciones públicas que realicen, por delegación, obras o servicios públicos.
La transparencia y el acceso a la información son, por tanto, un derecho de los ciudadanos y una obligación de todas las instituciones de interés general. En mi opinión, más que una obligación, que también obviamente, la transparencia y la facilitación de la información constituyen dos manifestaciones de la rendición de cuentas y del hábito de motivación de las decisiones propias de las instituciones de interés general. Si el hábito de justificación y motivación de las decisiones relativas al interés general estuviera más arraigado entre los dirigentes, una ley de este tipo no levantaría tantas ampollas. En el mismo sentido, si el pueblo soberano estuviera acostumbrado a exigir, no a rogar o implorar casi de rodillas, ciertas informaciones de los poderes públicos y de las instituciones de interés general, no traería tanta cola una norma de esta naturaleza.
Ojala que esta ley ayude de verdad a que los dirigentes asuman como algo normal y ordinario que su actividad puede ser vista y controlada en todo momento. Y, también, aunque esto es más complejo, ojalá que los ciudadanos vayamos asumiendo cada vez más la conciencia de lo que realmente somos dueños: y señores del poder público. De esta manera, quienes temporalmente asumen algún tipo de poder público serán más conscientes de que su labor es la de administrar o gestionar por un tiempo, no para siempre, asuntos que son la titularidad popular a quien, permanentemente, deber dar cuentas de su administración, de su gestión.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es