No es ningún secreto que la calidad del ejercicio de los derechos fundamentales de la persona deja, en este tiempo, mucho que desear. No sólo por la global amenaza en que se encuentra, por ejemplo, la intimidad tras el masivo espionaje desvelado recientemente. También, y de qué manera, por la presión de multinacionales y determinados lobbies para que desparezca de un plumazo ese elemento perturbador que se llama objeción de conciencia no regulada. Justo el último eslabón que impide la obtención de pingues beneficios, especialmente económicos y financieros.
La objeción de conciencia en cuestiones que afectan a la proyección de la dignidad del ser humano, no a aspectos banales o de escasa monta, es derivación lógica, necesaria, del derecho fundamental a la libertad de expresión y de pensamiento. Si una persona es obligada a actuar, en asuntos de entidad, contra sus principios y convicciones, se está pisoteando, laminando, su dignidad. El Estado de Derecho mismo se justifica en la medida en que la misma dignidad del ser humano no pueda ser pisoteada o asaltada, en asuntos relevantes, por el poder público o el poder financiero.
Hoy, en un mundo en que se busca el lucro en el más breve plazo de tiempo posible, a cómo de lugar, la objeción de conciencia molesta. La objeción de conciencia y el ejercicio de la libertad en general, si no se alinean con el poder establecido, están mal vistas por la tecnoestructura. No digamos si es menester alcanzar un determinado puñado de votos, entonces el fin lo justifica todo, absolutamente todo.
Esta es la cuestión: que el fin justifica los medios, ni más ni menos. Eso sí, esta maquiavélica práctica se presenta bajo toda suerte argumentos, incluso, es el colmo, hasta de naturaleza “humanista”. Un buen ejemplo de ello es la polémica surgida en Texas a raíz de la renuncia de la empresa que suministraba el fármaco usado para le pena de muerte. La compañía argumentó, es razonable y humanamente comprensible, que el uso de sus productos para acabar con la vida de seres humanos contradice la esencia de su negocio: proporcionar terapias que ayuden a mejorar la vida de las personas.
Pues bien, tras conocerse esta noticia, los promotores de la limitación de la objeción de conciencia, señalaron, como reconoce Sean Murphy en un artículo publicado en aceprensa hace unos días, que las instituciones o empresas no tienen derecho a la objeción de conciencia, que sólo se puede reconocer a las personas físicas, pero no a las personas jurídicas. Jamás pueden, según esta posición, actuar por razones éticas porque la valoración ética es sólo patrimonio de la persona física. Tal argumento, sorprendente, nos llevaría a sostener que si una empresa farmacéutica se adhiere al Juramento Hipocrático Farmacéutico sería por razones de rentabilidad que, según esta doctrina, son los únicos criterios que presiden la toma de decisiones en las compañías, nuca por argumentos morales, pues éstos solo se pueden esgrimir por los seres humanos. Esta es la máxima que anima esta forma de entender la cuestión: las empresas con fines de lucro no son seres humanos susceptibles de mantener un comportamiento ético, moral o religioso.
Tal aserto, falso en sí mismo, es seguido de otro también inaceptable desde la perspectiva de la centralidad del ser humano. Quienes se oponen al ejercicio del derecho fundamental a la objeción de conciencia, regulada o no, afirman que una compañía que no quiera suministrar determinado fármaco ha de apartarse, echarse a un lado, derivando tal demanda a quien estuviera en condiciones de facilitarla. La razón: que el equilibrio en el conflicto entre derechos exige una solución de compromiso. Es decir, se pregunta Murphy, ¿es qué la empresa que en Texas se negó a facilitar el fármaco de la pena de muerta debe entonces, tras declarar su negativa, facilitar que se encuentren suministros alternativos de tal fármaco letal?.
Cuándo el lucro domina el panorama económico de forma absoluta, las cuestiones morales y éticas se quedan a un lado. Pero no sólo eso, según esta doctrina, hasta deben facilitar que alguien lamine o liquide la dignidad del ser humano. Ciertamente, no corren buenos tiempos para la libertad.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es