El actual gobierno galo, atrapado ya en un sinnúmero de contradicciones, acaba de anunciar por boca del ministro del ramo, que las escuelas públicas francesas tendrán que enseñar e inculcar el laicismo, una obligación, dice, que debe imponerse a los estudiantes.
Pues bien, precisamente el autor francés Max Gallo, conocido por su militancia laica y republicana, se pronunciaba hace algunos años a la compatibilidad entre laicidad, republicanismo y catolicismo. La cuestión cobra especial relevancia porque muchas veces se confunde el laicismo con la laicidad. El laicismo implica una posición valorativa –contraria- a la religión, convirtiéndose así en una confesión estatal que haría perder al Estado su aconfesionalidad y neutralidad. Por el contrario, si partimos, como debe ser, de la neutralidad religiosa y de la aconfesionalidad del Estado –laicidad- resulta que, como es lógico y obvio, todas las manifestaciones sociales que regulen la dignidad del ser humano –también las públicas del hecho religioso- son perfectamente compatibles, en un Estado aconfesional y neutral, con la laicidad del Estado y, por ello, tienen la plena legitimidad que, por ejemplo, reconoce positivamente el artículo 16 de la Constitución Española de 1978.
Pues bien, en el mismo sentido Max Gallo señala que “soy laico, republicano y católico”. Sería una estupidez contraponer estas identidades. Los que se niegan a vibrar con el recuerdo de Reims y los que leen sin emoción el relato de la fiesta de la Federación no comprenderán jamás la historia de Francia. Mi trabajo de escritor, desde hace algunos años, consiste precisamente en tratar de dar la imagen más completa posible de la diversidad de nuestra historia nacional. Les Chretièns se inscriben en la misma línea que una biografía de Napoleón, de De Gaulle o de Víctor Hugo. Todo esto gira en torno a una interrogación sobre los fundamentos de nuestra colectividad nacional y de la identidad francesa. (…). Más profundamente, frente a todos los fanatismos y a todas las tentaciones sectarias, me parece necesario que nos paremos y dediquemos un tiempo a plantearnos algunas cuestiones fundamentales, espirituales, que afectan al sentido de nuestra vida. A este respecto, el cristianismo me parece que es una religión que trata de evitar las oclusiones, teniendo en cuenta al mismo tiempo la fuerte demanda de espiritualidad de nuestros contemporáneos. Esta religión se apoya en una convicción firme e innovadora: en cada hombre hay algo divino y sagrado. Esta convicción es también la mía”.
Es decir, el espacio público ha de abrirse a las diferentes culturas, también a las religiosas. Por la sencilla y bien comprensible razón de que la dimensión religiosa de la persona, guste o no, forma parte integrante de ese espacio de deliberación pública. Sin embargo, lo que ahora se quiere imponer es el laicismo. Doctrina bien antigua que proclama la expulsión de la religión del espacio público y su confinamiento al ámbito de las conciencias individuales o al estrecho reducto del templo ola sacristía. Sinembargo, las exigencias del pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario aconsejan en estos tiempos terminar con estas versiones cerradas, inmanentes, unilaterales del espacio público que, cuando mutilan diferentes aspectos de la propia realidad, acaban instaurando esa dictadura del relativismo y del pensamiento único que, hábilmente edulcorada con una inteligente dosis de consumismo insolidario, se adueña de las conciencias de los ciudadanos.
La laicidad abierta implica reconocer la realidad plural de la condición humana y, por ello, la dimensión religiosa de la persona como una de las facetas que, en efecto, configura la vida humana. Religión y Estado son cosas distintas, pero no incompatibles. El Estado tiene su ámbito de actuación, así como la religión el suyo. La laicidad abierta convoca a un fecundo entendimiento entre el Estado y las diferentes religiones con vistas a facilitar el ejercicio de uno de los derechos humanos hoy más relevantes: la libertad religiosa. Una libertad que, a pesar de los pesares y de estar en los inicios del siglo XXI, sigue siendo una asignatura pendiente en muchos países del mundo, también de los denominados desarrollados.
En fin, algunos se empeñan en recortar las libertades ciudadanas a partir de periclitadas y vetustas maneras de entender la función del Estado. Mientras tanto, la tarea de recordar esa sentencia de máxima libertad y máxima responsabilidad, sigue estando más presente que nunca.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es