Las agencias de rating, tal y cómo están conformadas, no resisten un razonable análisis desde los postulados del Estado de Derecho. Son, por el momento, instituciones cuyos veredictos no se pueden apelar, gozan de presunción de legitimidad y no se conocen los procedimientos seguidos para sus calificaciones. Además, según parece, en algunos casos sus propietarios, que son compañías privadas, hasta pueden coincidir con los sujetos pasivos de las estimaciones de las agencias. Estos días hemos conocido a través de los medios de comunicación, que sus pronunciamientos son más benévolos con aquellas instituciones que contratan sus servicios. Es decir, irresistibilidad, irresponsabilidad y arbitrariedad son algunas de las notas con las que se podría calificar la naturaleza y actividades de estos orgamnismos privados que realizan obvias funciones de interés general.
En los Estados Unidos de Norteamérica, con bastante retraso, por fin los reguladores, la Reserva Federal y el Tesoro, han decidido tomar cartas en el asunto, veremos con qué eficacia. Hasta el momento, según la legislación vigente en los EEUU, los bancos debían someter sus cuentas de resultados al juicio de estas controvertidas agencias, que determinaban categóricamente nada menos que la seguridad de las inversiones. Pues bien, tal y como se acaba de anunciar, ahora será suprimirá esta dependencia de las agencias al plantearse la existencia de una calificación independiente. En este propósito de modificación normativa late la idea de que sus estimaciones, especialmente tras sus sonados errores durante el colapso financiero de 2008, no son neutrales.
Esta iniciativa, mentada en la ley de reforma financiera de 2010, está siendo articulada por la Reserva Federal, el Organismo Federal de Garantía de depósitos y la Oficina del Controlador de la Moneda. Estos tres reguladores acaban de lanzar una propuesta de regulación para evaluar los requisitos de capital y acelerar los trabajos de Basilea II, que van muy retrasados. En síntesis, el proyecto de nuevo rating sería el resultado de tres indicadores. Para la calificación de la deuda soberana de países se usarían los baremos de la OCDE que analizan el nivel de salud fiscal global. Para cada entidad financiera en concreto se analizará en detalle el balance de cada banco comparándolo con la volatilidad en el mercado de sus activos teniendo un peso muy relevante en esta operación, para evitar errores del pasado, el nivel de provisiones y las titulizaciones hipotecarias. Y, por lo que se refiere a los títulos de crédito, se valora la deuda hipotecaria y otras titulizaciones de riesgo.
Los problemas de recortar la dependencia de las agencias no son menores porque instaurar un nuevo sistema a partir de datos públicos no es sencillo. En cualquier caso, la situación actual no es de recibo y debe cambiar. Que los cambios se produzcan poco a poco no es mayor problema. Lo importante, lo decisivo, es que en una materia tan sensible y delicada para millones de ciudadanos como es la situación de la deuda soberana de un país, prime la transparencia y la publicidad. Ya era hora.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es