La participación, es gran directriz constitucional propia del Estado social y democrático de Derecho o es libre, o no es participación democrática. En efecto, en la libre participación encontramos un elemento central de la vida individual y social de los hombres y de las mujeres, un elemento que contribuye de forma inequívoca a definir el marco de las reformas a realizar desde la dimensión dinámica del Estado de bienestar, que lo que hacen, fundamentalmente, es poner en el foco de su atención a las mismas personas.
La participación, en efecto, supone el reconocimiento de la dimensión social de la persona, la constatación de que sus intereses, sus aspiraciones, sus preocupaciones, trascienden el ámbito individual o familiar y se extienden a toda la sociedad en su conjunto. Sólo un ser absolutamente deshumanizado sería capaz de buscar con absoluta exclusividad el interés individual. La universalidad de sentimientos tan básicos como la compasión, la rebelión ante la injusticia, o el carácter comunicativo de la alegría, por ejemplo, demuestran esta disposición del ser humano, derivada de su propia condición y constitución social.
Afirmar por tanto la participación como objetivo tiene la implicación de afirmar que el hombre, cada individuo, debe ser dueño de sí mismo, y no ver reducido el campo de su soberanía personal al ámbito de su intimidad. Una vida humana más rica, de mayor plenitud, exige de modo irrenunciable una participación real en todas las dimensiones de la vida social, también en la política.
Sin embargo, hay que resaltar que la vida humana, la de cada ser humano de carne y hueso, no se diluye en el todo social. Si resulta monstruoso un individuo movido por la absoluta exclusividad de sus intereses particulares, lo que resulta inimaginable e inconcebible es un individuo capaz de vivir exclusivamente en la esfera de lo colectivo, sin referencia alguna a su identidad personal, es decir, alienado, ajeno enteramente a su realidad individual.
Por este motivo la participación como un absoluto, tal como se pretende desde algunas concepciones organicistas de la sociedad, no es posible. De ahí que nos resulte preferible hablar de libre participación. Porque la referencia a la libertad, además de centrarnos de nuevo en la condición personal del individuo, nos remite a una condición irrenunciable de su participación, su carácter libre, pues sin libertad no hay participación.
La participación no es un suceso, ni un proceso mecánico, ni una fórmula para la organización de la vida social. La participación, aunque sea también todo eso, es más: significa la integración del individuo en la vida social, la dimensión activa de su presencia en la sociedad, la posibilidad de desarrollo de las dimensiones sociales del individuo, el protagonismo singularizado de todos los hombres y mujeres. Sin embargo, encontramos en nuestros sistemas con frecuencia aproximaciones taumatúrgicas a la participación. Es decir, se piensa, ingenuamente, por un lado, maquiavélicamente por el otro, que la participación existirá y se producirá en la realidad si es que las normas se refieren a ella. Sin embargo, a día de hoy se registra, es verdad, una proliferación de cantos normativos a la participación, que conviven, así es, con una profunda desafección y honda distancia de la ciudadanía respecto a la vida pública.
En efecto, aunque los factores socioeconómicos, por ejemplo, sean importantísimos para la cohesión social, ésta no se consigue solo con ellos, como puedan pensar los tecnócratas y algunos socialistas. Aunque los procedimientos electorales y consultivos sean llave para la vida democrática, ésta no tiene plenitud por el solo hecho de aplicarlos, como pueden pensar algunos liberales. La clave de la cohesión social, la clave de la vida democrática está en la participación de todos los ciudadanos en los asuntos públicos. Ni más ni menos.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana