El 10 de diciembre se cumplió un nuevo aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pues bien, la realidad europea es, a día de hoy, mal que nos pese y aunque derrochemos sentido positivo y optimismo por doquier, la que es: prevalencia de la economía sobre el hombre, baja participación cívica, baja natalidad, consumismo y hedonismo como patrones de vida, crecimiento de la violencia o aumento dela corrupción. Claroque nos gustaría que el panorama europeo estuviera presidido por los valores comunes procedentes de la centralidad del ser humano que los padres fundadores dela Unión Europea, a quienes hoy se cita tanto como se desconoce, colocaron como los pilares de una integración que debería discurrir por caminos de humanismo y de preeminencia de los derechos humanos.
En efecto, cuándo se reconocen estos derechos de manera incondicional, sin injerencias del poder, entonces resplandece la dignidad del ser humano y la idea originaria de lo que Europa debería se brilla con luz propia. Sin embargo, cuándo el poder constituido decide sobre la titularidad y el ejercicio de los derechos humanos, la arbitrariedad se instala de nuevo entre nosotros y desaparece la igualdad radical entre los seres humanos. Entonces, nos adentramos en un tenebroso e inquietante mundo en el que quien manda decide precisamente sobre todo, también sobre el fundamento mismo del poder: sobre el alcance y los límites de la dignidad de la persona.
Los derechos humanos, interesa hoy recordarlo, no son del Estado, no los conceden los gobernantes, son de titularidad humana, nacen con el hombre y la mujer y a ellos corresponde su ejercicio solidario. El poder, todo lo más, debe reconocerlos y fundar su legitimidad y legalidad en su centralidad de forma y manera que se conviertan, por ello, en valores superiores que iluminan, guían y orientan al poder mismo y a quienes, por representación del pueblo, lo ejercen.
La base de los derechos humanos reside en la dignidad de la persona, del ser humano. Dignidad que, en última instancia, tiene un fundamento abierto salvo que nos quedemos en el inmanentismo, en la contemplación de una realidad que ni se ha dado vida a sí misma ni se agota en su misma observación. Más bien, la dignidad del ser humano trae su causa de la condición del hombre y la mujer como imagen y semejanza del Creador. Entonces, en este marco se entiende que exista una referencia superior al propio hombre de la que parten esos derechos que se basan en la esencia del ser humano y de los que nadie puede prescindir. Que hay valores que no son manipulables por nadie es la verdadera garantía de nuestra libertad y de la grandeza del ser humano. Y para que esos valores estén protegidos del uso político o partidario interesa que sean incondicionales.
Cuándo se condiciona el derecho a la vida o a la libertad en cualquiera de sus expresiones, entonces estamos en el mundo de la arbitrariedad, de la selva, de la lucha de los fuertes contra los débiles. Nos instalamos en un ambiente de ausencia de reglas o, en todo caso, en un mundo en el que los poderosos imponen sus designios, cueste lo que cueste, al precio que sea, a los débiles. ¿O no?.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.