En este tiempo de crisis general, también económica, la cuestión de los salarios es bien relevante. El desproporcionado aumento de la deuda pública, consecuencia del mantenimiento de muchas estructuras innecesarias al servicio de una legión de políticos y afines, se está combatiendo a costa de los parados y de las personas con bajas retribuciones.
En realidad, el déficit fiscal debería afrontarse promoviendo una mayor inversión, o lo que es lo mismo, estimulando la demanda. Y para ello es menester facilitar o promover que las empresas vendan realmente lo que producen. No se trata de bajar la imposición sobre el beneficio pues las empresas precisan de una mayor demanda, que podría conseguirse, en lugar de bajando los salarios, elevándolos.
Si la lucha contra el incremento exponencial del déficit fiscal se sigue planteando desde las rebajas de los salarios, la demanda seguirá estancada o con tendencia a la baja. En cambio, si los salarios suben no hay que ser muy inteligente para colegir que aumentará la demanda y por tanto la capacidad de consumo de las personas. Para eso se debe subir el salario mínimo interprofesional y se debe pensar en salarios dignos para los trabajadores, algo muy lejano a los esquemas de esa austeridad plana y cuantitativa que se olvida de lo más importante, la dignidad de los seres humanos.
En este sentido, el actual director general de la OIT, de viaje en España días atrás, advertía severamente de que la tímida recuperación puede quedarse en agua de borrajas si es que continua la bajada o el estancamiento de los salarios. Para este alto funcionario internacional, la clave está en vincular de verdad los salarios a la productividad a través de la negociación colectiva cuidando los mecanismos de redistribución: los salarios mínimos, la negociación colectiva y la calidad del empleo.
El gran problema es, como reconoce el director general de la OIT, que no se puede, no se debe, salir de una crisis a base de empleo de mala calidad. Su consejo es pertinente. Es verdad que en España se ha invertido en políticas de empleo, pero poco en políticas activas. Hay prestaciones pero hay problemas de formación profesional y de calidad en los servicios públicos de empleo.
En fin, la palabra dignidad, que es la gran aportación del humanismo y de una visión abierta de la realidad y del mundo, reclama de nuevo una nueva perspectiva para resolver los problemas. No puede ser, de ninguna manera, que la gran estafa de estos años tenga que ser abonada a base de bajadas de salarios de muy relevantes mayorías de ciudadanos. Es el colmo, que el mantenimiento de las estructuras en las que se refugia el poder financiero y el poder político se financie con cargo a las espaldas de los más vulnerables.
De nuevo, la dignidad del ser humano debe ocupar el lugar que le corresponde en el nuevo orden económico, social y político que está alumbrándose. Ni la soberanía política es un poder absoluto y supremo ni la soberanía financiera el gran concepto global. La verdadera soberanía, la que funda todas las demás, es la de la dignidad de la persona.
En efecto, la clave del Estado de derecho, y de la democracia por supuesto, está en la soberanía real de la dignidad del ser humano, de manera que se yerga omnipotente y todopoderosa frente a los embates del poder, sea público o privado. Por eso en este tiempo hay que hablar tanto de condiciones dignas de trabajo, de dignidad de los salarios, de la dignidad de los más necesitados y frágiles como la de los que ni siquiera tienen voz para defenderse o la de los que están a punto de dejar de ser o viven en pésimas condiciones de vida.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo, @jrodriguezarana