La celebración de la pascua militar este año contó por primera vez con la presencia del nuevo Rey. Su discurso era muy esperado por ser el primero en el tradicional encuentro del Jefe del Estado con las fuerzas armadas el 6 de enero. Pues bien, los medios de comunicación al unísono coincidieron en subrayar las palabras con las que rubrico este artículo: “mandar es servir”. Una expresión que aunque caracterice la actitud de las fuerzas armadas en absoluto es privativa del poder militar. “Mandar es servir” constituye, sobre todo, la mejor expresión del sentido del poder en la democracia. Una frase de palpitante y rabiosa actualidad a juzgar por la percepción que tienen la ciudadanía del “servicio” que políticos y política prestan hoy al pueblo soberano.
Con independencia de las virtudes y cualidades que impregnan la función pública militar, la actividad política, tal y como se practica en este tiempo por estos lares, no parece que sea juzgada por la ciudadanía como una actividad de servicio, como no sea a los propios intereses de quienes conforman las tecnoestructuras de los diferentes grupos partidarios. Y la verdad es que si algo tiene de atractiva la actividad pública es poder servir objetivamente a los intereses generales para el progreso y bienestar de todos los ciudadanos. Algo que ha recordado Felipe VI con esta frase tan sencilla pero tan olvidada en estos años en que ha proliferado sin cuento la corrupción política entre nosotros por todas las latitudes políticas y territoriales sin excepción.
Es verdad que no todos los políticos, ni mucho menos, son acreedores de tal calificación. Sin embargo, el sistema político hoy se ha tornado una fábrica imparable de corrupción por la sencilla razón de que muchos de quienes se dedican a esta noble actividad, o no disponen de una posición profesional sólida a la que poder regresar sin problema al final de su etapa en la cosa pública, o han cedido a la tentación del mando por el mando, que no pocas veces adquiere tintes de adicción con grave perjuicio para el conjunto del pueblo, que observa sorprendido las obsesiones de unos y otros por la permanencia en la cúpula cómo de lugar. Además, no se puede olvidar que en buena medida la democracia en la vida de los partidos se ha sustituido por una calculada y hábil dominación por parte de las direcciones, que en muchos casos poco o nada tiene que ver con las ideas que jalonan la forma y el modo de entender e interpretar asuntos de gran relevancia política y social por parte de millones de ciudadanos.
En efecto, a día de hoy las direcciones de los partidos tienen el poder absoluto. Designan los candidatos al poder legislativo, si es el caso al presidente del gobierno, y tienen una influencia decisiva en la selección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial y, por ello, a los magistrados del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional. El poder que tienen es de tal calibre, cuantitativa y cualitativamente considerado, que se comprende muy bien que un sistema político que tiene en su base la idea de la limitación, de la racionalidad y de la centralidad del ser humano, termina por convertirse en un espacio reservado a los dirigentes. Un mundo en el que éstos se reparten, con arreglo tantas veces a criterios subjetivos, los principales cargos en los tres poderes del Estado.
Desgraciadamente, el sistema propicia estos comportamientos, en los que se mascan no pocos escenarios de corrupción como los que tenemos que sufrir en este tiempo. Si los dirigentes, en lugar de dedicar tanto tiempo a flotar en el proceloso mundo de la técnica de la dominación se dedicarán a conocer y resolver, en la medida de sus posibilidades, las preocupaciones reales del pueblo, otro gallo cantaría.
En fin, mientras no se da un paso al frente con valentía y determinación, tendremos que seguir contemplando espectáculos tan bochornosos como los de este tiempo en que nos ha tocado vivir. Por eso, que desde la jefatura del Estado se recuerde que el poder, el mando, en la democracia se servicio, es importante, muy importante. Porque, como dice un buen amigo y colega, refiriéndose al Gobierno y a la Administración, si no sirven, no sirven.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es