En estos días, quien lo podrá dudar, asistimos quizás a los últimos coletazos de una forma de entender el poder, el financiero y el político, que nos ha sumido en una de las más profundas crisis de la historia de la humanidad. Hace mucho tiempo, varias centenas de años, se produjo una gran transformación social y política motivada por la superación del ejercicio del poder en clave patrimonial y absoluta. Entonces lo ejercía una persona, el Rey, sin apenas limitaciones, de manera que podía, con suma facilidad, imponer su libre albedrío, sus caprichos personales hasta límites insólitos. Pues bien, a pesar del tiempo transcurrido, a pesar de que desde entonces se articularon normas y procedimientos para regular el ejercicio del poder, a día de hoy, de nuevo, contemplamos el triunfo del absolutismo, el triunfo de la irracionalidad, el triunfo del subjetivismo.

En efecto, es posible que un grupo de desaprensivos puedan poner en jaque a todo un país jugando en la bolsa. Esto es así no por casualidad. Es así porque los dirigentes de la cosa pública no han sido capaces, sus razones habrá y no muy difíciles de colegir, de diseñar normas y reglas jurídicas capaces de impedir esta colosal especulación que puede llevarse por delante todo lo que le venga en gana. Hoy, es una pena, la soberanía el pueblo ha sido diezmada, y de qué manera, por el poder político, y sobre todo por el poder financiero que, como bien sabemos, es quien mueve los hilos. Es quien condona millonarios créditos a los partidos políticos, quien estafa a no pocos incautos, quien se lanzado, de forma tan atropellada como arbitraria, a un modo de vida impropio e inadecuado, sobre todo si consideramos la agonía que embarga a no pocos millones de ciudadanos.
La irracionalidad se cura con conductas apropiadas y también, por supuesto, normas jurídicas. No se combate con entes y organismos donde los dependientes  rompen cualquier atisbo de racionalidad y objetividad. La irracionalidad en que pueden incurrir los mercados se encauza con reglas y leyes que garanticen la objetividad. La irracionalidad se envaina si de verdad el parlamento fuera lo que debe ser. La irracionalidad de los mercados, hoy de palpitante y rabiosa actualidad, manifiesta la realidad de un país en el que las normas jurídicas no son, en esta materia, expresión de la justicia, sino del entreguismo a unos poderes que, lo estamos constatando, sólo quieren obtener beneficios y cuántos más mejor. Haber tolerado, hasta haber dado carta de naturaleza a la especulación, trae estas consecuencias. Es la ley de la selva en la que gana siempre el más fuerte.
En lugar de tanto lamento sobre la irracionalidad de los mercados hay que embridarlos, regularlos con racionalidad, limitarlos. Para ello, es menester tener ideas claras y saber cómo se realiza tal tarea, cada vez más urgente. Urgente así como fundamental. No hemos sido capaces de construir instituciones equilibradas, objetivas, racionales. Instituciones, públicas y privadas, que estén a disposición de las personas, no de los caprichos y veleidades del jefe de filas de turno, del dirigente económico y financiero.
La ciudadanía se está expresando estos días con meridiana claridad. Está reclamado que se termine con ese sector público poblado de amigos y adeptos. Está pidiendo gestos a los políticos, ejemplaridad. Y que es lo que está recibiendo: silencio, un clamoroso silencio trufado de noticias realmente asombrosas. ¿Cómo es posible que teniendo como tiene un coste electoral positivo  el desmantelamiento de esa red de órganos, organismos, fundaciones, compañías y empresas públicas, se siguen financiando a base de subir los impuestos o de bajar las retribuciones de los funcionarios?.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es