La relación entre la teoría y la práctica, entre los principios y la realidad, o entre la acción y la contemplación, constituyen conocidos pasajes de una de las polémicas más interesantes que se presentan en materia de dirección, administración o gobierno. Tanto en el ámbito público como en el privado.
El doctrinarismo, la supremacía de la teoría sobre la práctica, igual que el pragmatismo, la dictadura de la praxis sobre la teoría  o de las circunstancias sobre los principios, están hoy más de moda de lo que podría pensarse. Probablemente, porque con frecuencia asistimos a descalificaciones, más o menos interesadas, de los principios frente a las circunstancias, que son convertidas en la piedra de toque, por ejemplo, de la acción pública. En el fondo, a poco que se escarbe en la cuestión, tras la dictadura de la praxis se esconde, de forma más o menos explícita, el cálculo, la astucia con el fin de quedar siempre en el vértice.
La acción política se basa en principios. En principios que deben proyectarse sobre la realidad. Y en su aplicación sobre la realidad los principios se modulan, se adaptan, pero siempre manteniendo su identidad propia. Si los principios se abandonaran  hasta hacerse irreconocibles por sus dificultades para implementarse sobre la realidad, estaríamos en presencia de una actuación incoherente. Los principios, desde el pensamiento complementario, son flexibles porque son susceptibles de proyectarse sobre diferentes situaciones.
El dominio de las circunstancias sobre los principios tiene un nombre: pragmatismo. En estos casos, lo que pasa es que las circunstancias adquieren forma  y naturaleza de principios. Si estos concretos principios no  gustan, no hay problema, siempre hay otros. Esta conocida frase de una famosa película de humor es tan actual como lamentable. Pareciera que lo importante fuera mantenerse en el poder como sea, encaramarse a la poltrona a como dé lugar. Y si para ello hay que renunciar a las convicciones, no hay problema, porque el gran y único principio que rige la conducta de estos dirigentes es la supervivencia política y personal.
La fuerza de los principios, de la propia razón, estriba en que tales criterios, por difíciles que sean las situaciones a las que deben aplicarse, siempre se pueden mantener.  El problema está, lo estamos viendo en el debate sobre el derecho a la vida, a la vista. Quienes no aspiran más que a mantenerse a flote en buena posición no tienen en cuenta la opinión de la formación a la que representan. Por la sencilla razón de que hoy las formaciones políticas han sido secuestradas, colonizadas por los dirigentes que de ellas se sirven para mantenerse, contra viento y marea, en la cúpula. Así de claro.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es