Más bien, lo que abunda, o sobreabunda, son políticas que, por alguna razón que se nos antoja incomprensible, castigan a millones de personales normales. Ahí están los ajustes en materia sanitaria y educativa en tantos países que están diezmando la garantía de la estabilidad política y económica. Y ahí están las indignas condiciones laborales en las que se realizan tantos y tantos trabajos en este tiempo.
En este contexto llaman la atención las ideas del primer ministro Renzi acerca de esta cuestión. En su opinión, si se acometen reformas creíbles, el populismo ya no tendrá sentido. Lo dice un político que el 25 M, a pesar del incremento del populismo en tantos países de Europa, cosechó un 40.8% de apoyo electoral, ganando votos por la izquierda y también, y de qué manera, por la derecha.
Desde que está al timón del gobierno italiano, al mando del consiglio, ha iniciado reformas que esperaban décadas, como la electoral, la administrativa, la laboral. Está por ver, es lógico, si conseguirá llevar a buen puerto su ambicioso reformista y modernizador. Sin embargo, nadie podrá negar su determinación, y sobre todo la manera y la forma en que transmite sus proyectos. El pueblo italiano desde luego ha sabido entender, en el fragor de una crisis política inédita, el papel y la estrategia de su primer ministro y aunque las elecciones eran europeas, ha conseguido batir claramente al movimiento cinco estrellas de Grillo mientras en otros lugares hemos visto como estos movimientos populistas han crecido como la espuma.
Para Renzi el dilema no es crecimiento o austeridad, sino crecimiento austero o austeridad con crecimiento. Y no solo crecimiento económico, crecimiento, sobre todo, de las condiciones de vida de los ciudadanos. Esa es la clave, que mantiene posiciones equilibradas, centristas podríamos decir. Políticas pensadas para las personas, hablando con las personas. En efecto, las políticas centristas son políticas de progreso porque son políticas reformistas. El reformismo auténtico, según mi parecer, parte de una aceptación sustancial de la realidad presente para mejorarla sustancialmente con la aportación de los ciudadanos. Pero esta aceptación no es pasiva ni resignada. Lejos de actitudes nostálgicas o inmovilistas, percibo las estructuras humanas como un cuadro de luces y sombras. De ahí que la acción política se dirija a la consecución de mejoras reales, siempre reconociendo la limitación de su alcance. Una política que pretenda la mejora global y definitiva de las estructuras y las realidades humanas sólo puede ser producto de proyectos visionarios, despegados de la realidad de la gente. Las políticas reformistas son ambiciosas, porque son políticas de mejora, pero se hacen contando con las iniciativas de la gente –que es plural- y con el dinamismo social.
La política inmovilista se caracteriza, como es obvio, por el proyecto de conservación de las estructuras sociales, económicas y culturales. Pero las políticas inmovilistas admiten, o incluso reclaman cambios. Ahora bien, los cambios que se hacen, se efectúan -de acuerdo con aquella conocida expresión lampedusiana- para que todo siga igual. El reformismo, en cambio, aceptando la riqueza de lo recibido, no entraña una plena conformidad, de ahí que desee mejorarlo efectivamente, no haciendo cambios para ganar una mayor estabilidad, sino haciendo cambios que representen o conduzcan a una mejora auténtica –por consiguiente, a una reforma real- de las estructuras sociales, o dicho en otros términos, a una mayor libertad, solidaridad y participación de los ciudadanos.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
La política revolucionaria, pretende subvertir el orden establecido. Es decir, darle la vuelta, porque nada hay de aprovechable en la situación presente, hasta el punto que se interpreta que toda reforma es cambio aparente, es continuismo. Por eso puede considerarse que las políticas revolucionarias, aun las de apariencia reformista, parten de un supuesto radicalmente falso, el de la inutilidad plena o la perversión completa de lo recibido. Afirmar las injusticias, aun las graves y universales que afectan a los sistemas sociales imperantes, no puede conducir a negar cualquier atisbo de justicia en ellos, y menos todavía cualquier posibilidad de justicia. Aquí radica una de las graves equivocaciones del análisis marxista, que si bien presenta la brillantez y coherencia global heredada de los sistemas racionalistas, conduce igualmente, en virtud de su lógica interna a la necesidad de una revolución absoluta –nunca mejor definida que en los términos marxistas- y por tanto a la destrucción radical, en todas sus facetas, de cualquier sistema vigente.
Hoy, los presupuestos marxistas y el análisis que se hace desde ellos es cuestionado y criticado en casi todos los ámbitos políticos, sin embargo queda de ellos la desconfianza hacia la iniciativa privada, hacia la espontaneidad social, hacia las instituciones burguesas, etc. Y aunque los grupos políticos que han abandonado el marxismo como ideología propia, han asumido de hecho –porque no les agrada otra solución si quieren sobrevivir- proyectos políticos reformistas, no aceptan en cambio de buen grado el reformismo como caracterización política, tal vez por las resonancias burguesas que en tal formulación encuentran.
Sin embargo hoy parece cada vez más evidente la afirmación que el camino del progreso es la vía de las reformas[1]. Está abocada al fracaso la titánica –e imposible-empresa de construir la realidad humana desde cero, arrasando todo lo recibido, como los utopismos políticos de toda clase han pretendido. Las políticas de reformas suponen el reconocimiento de la complejidad de lo real, y en igual medida la constatación de la limitación humana en el diseño y en la proyección de la propia existencia.