En los tiempos en que vivimos, instalados en una dolorosa y lacerante crisis general, la regeneración democrática es un asunto de Estado, un asunto que la ciudadanía reclama a los dirigentes institucionales con especial premura.
A pesar de ello, pasa el tiempo y ni unos ni otros se atreven a iniciar un proceso de reformas profundas que será imparable cuando la situación se haya tornado irrespirable. Unos porque tienen miedo a perder el control y otros porque el poder les impide poner en marcha las reformas que se precisan. Mientras, el ambiente político discurre alejado de la realidad, de las preocupaciones diarias de la gente, cada vez es más tecnoestructural, más cerrado, mas dominado por los que aspiran exclusivamente a estar, mantenerse y disfrutar del poder cuanto más tiempo mejor.
Las generalizaciones siempre son peligrosas y tantas veces injustas. Sin embargo, cuando la gente tiene la percepción que tiene sobre los partidos políticos y sobre los dirigentes políticos, es por algo. Por algo que todos conocemos bien y que pocos, muy pocos, se atreven a sacar a la luz pública salvo que no tengan nada que perder. Si nueve de cada diez españoles piensan que la corrupción es un grave problema es porque saben lo que pasa en el poder local, en el poder autonómico, en el poder nacional, o en el poder europeo o en el poder global. La gente empieza a conocer los peajes que existen para obtener contratos, para colocar personal, para alcanzar determinados puestos directivos. En otras palabras, estamos, con más o menos intensidad, en un ambiente de opacidad, de oscuridad, de enigma, de misterio, de arbitrariedad, que viene dominando la escena política en no pocas instituciones desde hace ya bastante tiempo.
Pues bien, en este contexto de mediocridad en el que personas sin escrúpulos, sin frenos morales, suelen llegar a la cúpula y mantenerse como sea, se plantean, de cuando en cuando, algunas iniciativas que merece la pena comentar. Una de ellas es la referente a la introducción de la elección directa por parte de los votantes en una Comunidad Autónoma. Esta idea fue lanzada por Acción democrática y otros sectores de la sociedad catalana hace algún tiempo y, sin embargo, a día de hoy, como otras tantas iniciativas regeneradoras de fondo, son paradas en seco por los más conspicuos integrantes de la tecnoestructura política.
En realidad, se trata de una adaptación del modelo alemán, que permite elegir la mitad del Parlament por circunscripción. De esta manera, se buscaría, para salvar la proporcionalidad que exigela Constituciónespañola, que cada ciudadano catalán disponga de dos votos: uno para votar directamente al candidato por la circunscripción, sin listas, y otro para votar una lista con un número proporcional. Este sistema precisaría del voto favorable de 90 de los 135 diputados del Parlament.
Esta reforma introduciría un principio muy saludable en democracia como es la elección directa de los diputados. Diputados que se deberían, no al jefe de filas del partido, sino a los habitantes de la circunscripción, ante quienes tendrían que responder de su trabajo e iniciativas parlamentarias. Para ello, en cada circunscripción se habilitaría una oficina para que el diputado pueda estar a disposición de los electores y así convertir al Parlament en una institución conectada a la realidad real, no a la realidad oficial.
No cabe duda que una de las reformas más apremiantes del sistema político español es la desburocratización de los partidos y su compromiso con la democracia interna, dos cuestiones que a día de hoy, a pesar de los treinta y cinco años dela Constituciónde 1978, brillan por su ausencia. Los partidos deben estar a disposición de los ciudadanos, en lugar de estar a disposición de sus dirigentes. Esta es una reforma necesaria que devolvería la democracia a su primigenia y original función: el gobierno del pueblo, por y para el pueblo. Un sistema que se ha convertido, como todos bien sabemos, en un Estado de partidos, no en un Estado de Derecho.
En esta materia, como en otras, el nuevo Rey debería impulsar un proceso profundo de democratización de nuestra democracia. Es una gran oportunidad que ojala no se convierta, como tantas veces, en oportunismo.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es