Un estudio reciente demuestra que los partidos se financian fundamentalmente con cargo a las arcas públicas. En efecto, un  informe elaborado por el  profesor de economía Mikel Buesa constata que los ingresos de los partidos se nutren mayoritariamente, hasta el 83%, con fondos públicos. Es decir, con aportaciones que proceden del bolsillo de los españoles. Ahora, tras la prohibición de que las empresas hagan aportaciones a las formaciones, la financiación pública será del 100%. Es decir, se convertirán los partidos, si no lo son ya, en una especie de Administraciones públicas en las que, sin embargo, el personal se recluta con arreglo a procedimientos que poco o nada tienen que ver con el  mérito y capacidad que debe presidir cualquier proceso de selección realizado con cargo a fondos públicos.
Los partidos, a día de hoy las instituciones consideradas más corruptas por los españoles en diferentes encuestas y sondeos, debieran estar sometidos plena y completamente a la ley de transparencia, no parcialmente. Por la sencilla razón de que son instituciones de interés general. Efectivamente, sus contratos, sus procesos de selección de personal, y, sobre todo el destino concreto de las subvenciones, deben ser de conocimiento público. Que la presión social a causa de la corrupción política haya aconsejado a los promotores de la ley aprobada en las Cortes  incluir a los partidos en esta ley no debe hacernos olvidar que la causa de tal inclusión es, ni más ni menos, que se trata de instituciones de interés general que manejan fondos de todos.
Si bien en la transición política era justificable que los partidos contaran mayoritariamente con ayuda pública, hoy, casi cuatro décadas después, las cosas debieran ser de otra manera. Es verdad que hay que tener sumo cuidado con la financiación privada para que estas instituciones no acaben en manos de determinadas élites, pero no podemos olvidar que el sistema actual ha permitido que los partidos sean prácticamente del dominio de la cúpula dirigente hasta el punto de haber sido feudos de una minoría que dominaba la organización a veces al margen de los postulados e ideas que presidieron su fundación.
Es necesario cambiar este panorama para que los verdaderos dueños de los partidos sean los militantes y afiliados. Y, sobre todo, que las cúpulas no traicionen las ideas que conforman el núcleo ideológico del partido con el fin de mantenerse en el poder. Para eso, para que los partidos estén abiertos a la sociedad y a los afiliados, a todos, hay que dar mayor participación a la militancia y a los simpatizantes de forma que ante ellos se rindan cuentas del manejo del presupuesto, de las decisiones adoptadas y del seguimiento del programa electoral. En este sentido, los militantes y afiliados han de participar activamente en la elección de la dirección de la formación y en la designación de los candidatos a cargos electos.
Los partidos, si quieren ser lo que deben ser, y sobre todo, si quieren adecuarse al espíritu y a la letra de la Constitución, deben iniciar procesos de reforma sustanciales. Hay que cambiar normas y hábitos para que penetre de verdad la sabia de la democracia y de la participación. El momento es oportuno y la sociedad española lo agradecerá. Prohibir las donaciones de personas jurídicas privadas para intentar aparcar un problema concreto de financiación es insuficiente y hasta puede ser nocivo en el futuro. Más se conseguiría con plena transparencia, con acceso completo a las agendas de los dirigentes públicos, y, sobre todo, con una norma general que fomente la democracia real al interior de las formaciones. Algo que, por lo que parece, ni está previsto ni se espera, pues no existe voluntad concreta de dar cumplimiento a algo tan sencillo y exigente como lo que manda el artículo 7 de la Constitución. Mientras tanto, los presupuestos de este año continúan financiando en su mayor parte a los partidos y éstos, siguen siendo las instituciones más desprestigiadas del panorama. Por eso, los nuevos partidos, ante el descrédito de los tradicionales, sin hacer prácticamente nada, reciben a manos llenas los votos de quienes están hartos del estado de cosas. Una buena prueba: las recientes elecciones andaluzas.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. Jra@udc.es