El aniversario de la denominada Declaración Schuman, que abrió las puertas del Mercado Común el 9 de mayo de 1950 es una buena ocasión para reflexionar sobre los derroteros sobre los que parece discurrir la vieja Europa. En efecto, el viejo continente, que en otros tiempos asumió una función de liderazgo mundial en asuntos de tanta enjundia como la centralidad de la dignidad de la persona y la lucha por los derechos humanos, hoy languidece lentamente, incapaz y sin recursos morales frente a los embates del capitalismo exacerbado, por un lado, y del populismo, por el otro.  ¿Dónde quedaron aquellas grandes aventuras del pensamiento, de la justicia y de la solidaridad, podemos preguntarnos sesenta y seis años después,  que conformaron indeleblemente la identidad europea?.
Hoy, a poco que observemos la realidad de la Europa en que nos ha tocado vivir somos conscientes de que habitamos un solar en el que la población envejece sin recambio generacional, en el que los derechos humanos se negocian en función de cuotas de poder, en el que la ilusión por vivir con dignidad ya no es la bandera de antaño, en el que ni siquiera se facilita la entrada de refugiados y perseguidos políticos. Más bien, una suerte de consumismo insolidario y un rancio individualismo se han adueñado de generaciones de ciudadanos que han ido perdiendo su compromiso con la solidaridad y la justicia. ¿Qué ha pasado, pues, para que hoy Europa esté a punto, no sólo de perder su influencia política y económica en el mundo, sino de desaparecer como modelo cultural?. ¿Por qué los destinos del viejo continente se han puesto en un grupo de políticos que sólo entienden de conservación y mantenimiento del poder?. ¿Por qué lo que era un magnífico proyecto de integración política y cultural cede ante los poderes financieros, ante las terminales de la Europa de los mercaderes?. ¿Qué nos pasa a los europeos que somos incapaces de reaccionar con temple cívico ante tanto desmán, ante tanta manipulación, ante tanto control social?
La contestación a estas preguntas, obviamente,  no es sencilla. No se puede despachar en un artículo de opinión porque las razones de la situación actual son complejas. Sin embargo, de modo esquemático podemos afirmar que la clave de lo que está aconteciendo tiene mucho que ver con el sistemático olvido de las raíces de Europa y con una ausencia clamorosa de liderazgos comprometidos con la justicia y la solidaridad, especialmente en la conducción política de los pueblos del viejo continente y en la dirección de las actividades económicas y financieras. La máxima ahora es obtener cuantos más votos mejor con independencia de los medios que sean precisos y, por otra parte, ganar cuanto más dinero sea posible en el más breve plazo de tiempo posible.
El abandono de las humanidades, especialmente de la filosofía en los planes de estudio, más obsesionados con la racionalidad  técnica que con los conocimientos necesarios para el ideal de  una vida digna, explican en algún sentido lo que está pasando. Muchos jóvenes no quieren saber más que lo preciso para encontrar un trabajo bien pagado. El sentido de la vida les trae al fresco. La materialidad y el confort van ahogando poco a poco otras dimensiones más relevantes de la vida humana como la solidaridad o la lucha por los derechos humanos.
Desde otro punto de vista, la concentración del poder, legislativo, judicial o legislativo, es cada vez más patente. Incluso los postulados del Estado de Derecho:  juridicidad, separación de los poderes y primado de los derechos humanos están cada vez más lejos de la realidad.
La dignidad del ser humano es objeto de mercadeo. Unas veces en la plaza pública, otras veces en el mercado económico. Los derechos de la persona han dejado de ser el fundamento del orden político, social y económico. La ley es un instrumento de confrontación de unos contra otros. No se gobierna para todos y cada uno de los ciudadanos, para el bien común, sino para el bien propio de los grupos que sostienen a los poderosos, que pueden, desde poner en jaque a Estados soberanos, a controlar las decisiones públicas más relevantes.
Mientras, los ciudadanos europeos siguen manifestando que no saben muy bien que es el proyecto europeo y que se sienten cada vez más distantes de este gran espacio cultural y moral que, sin embargo, ha sido colonizado por mercaderes sin escrúpulos. Si Adenhauer, Schuman o de Gasperi se levantarán de sus tumbas y contemplaran los derroteros que está tomando Europa en este tiempo probablemente se sentirían decepcionados.  Porque la gran intuición cultural y moral de libertad y solidaridad que ellos concibieron está siendo traicionada por la obsesión por el dinero y  por el deseo de dominación política y financiera. La solución está, como casi siempre, en la realidad, una realidad que es la que es y que viene de dónde viene. Guste mucho, poco o nada, el viejo continente se ha forjado en una apasionante lucha por la libertad y la solidaridad que hoy debiera volver al primer plano del camino europeo. Un nuevo aniversario del 9 de mayo debería animarnos a esta tarea.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es