La mediocracia, libro de Alain Deneault, profesor de sociología en Quebec, es un polémico análisis de las causas del ascenso de la mediocridad a la dirección y gobierno de instituciones y corporaciones públicas en el presente, lo que da lugar, lo comprobamos a diario, a una tiranía de lo políticamente correcto y a una merma preocupante de la libertad de expresión. En estos años, como consecuencia del ascenso de la mediocridad y de la banalización creciente de los asuntos públicos, se ha ido agostando una de las principales funciones de la democracia: dar sentido a las cosas haciendo a cada hombre responsable más allá de los estrechos límites de un horizonte cotidiano. En efecto, en este tiempo tal aseveración se certifica a diario cuando nos acercamos a la forma en que se gobierna y gestiona la aguda crisis que estamos sufriendo a nivel mundial.
En este contexto, la democracia moderna, hija de la fe en la razón propia de la época de la Ilustración, debiera haber alumbrado una forma de gobierno en la que la racionalidad humana impregnara la función de gobiernos, parlamentos y jueces. La realidad es la que es: concentración del poder y colosales campañas de manipulación y control social para granjearse el seguimiento generalizado de las masas indefensas ante la colosal campaña de consumismo insolidario del presente.
En 1992 la editorial Paidós tradujo al castellano el libro del antiguo profesor de la Universidad de Yale y expresidente de la Asociación Norteamericana de Ciencia Política Robert. A. Dahl, titulado «La democracia y sus críticos». El libro fue escrito en 1989 y no tiene desperdicio. En concreto, el profesor de Yale señalaba que en los tiempos del llamado posmodernismo es necesario potenciar la civilidad, la vida intelectual y la honradez moral algo que hoy en general brilla por su ausencia en las principales terminales de las tecnoestructuras dominantes. Porque, sin valores, sin cualidades morales, falla el fundamento principal de la democracia: la centralidad de la dignidad humana. Hoy, es paradójico, se usan los resortes del tecnosistemas precisamente para doblegar el fundamento mismo de la democracia.
Es necesario regenerar la democracia. Y, para ello, nada mejor que volver a los principios, subrayando la exigencia de un nivel ético elevado. En efecto, no es solo necesaria la existencia de códigos de conducta sino, sobre todo, transparencia en cada uno de los aspectos en que la vida privada se encuentra con la pública. La Ética es, o debe ser, una condición intrínseca a la democracia. Y para levantar el listón actual de comportamientos éticos precisamos, he aquí la cuestión, de sistemas educativos que formen en los valores en un ambiente de creciente humanización de la realidad. Algo, no es un secreto, que se ha ido abandonando o se ha tratado muy superficial y frívolamente.
Hoy, guste o no, se están abandonando los hábitos vitales de la democracia que, en opinión del filósofo John Devey, se resumen en la capacidad de perseguir un argumento, captar el punto de vista del otro, extender las fronteras de nuestra comprensión y debatir objetivos alternativos. Es decir, mente abierta, plural, crítica, compatible y, sobre todo, dispuesta a incorporar argumentos, vengan de donde vengan, si son aptos o positivos para resolver problemas de interés general. Algo que la polarización actual, deliberadamente inducida, lo impide. Poca argumentación, demonización del adversario y, sobre todo, guerra a la crítica, sobre todo si es constructiva. De aquí al abismo, no hay más que un paso. Y no muy grande.
JaimeRodríguez-Arana
@jrodriguezarana