Alexis de Tocqueville fue, seguramente, uno de los pensadores y filósofos más agudos y penetrantes de la historia de las ideas políticas. Probablemente, ha sido quien mejor ha sabido describir y analizar las causas del peligro que una democracia mal diseñada trae para la libertad personal de los ciudadanos. En efecto, Tocqueville nos advirtió hace muchos años que la democracia, fenómeno político irreversible bien positivo, podía, si se descuidaban sus fundamentos, conducir a la tiranía o al populismo.
Hoy, en nuestras maltrechas democracias, su pensamiento y análisis continúan vigentes en muchos aspectos. Sus reflexiones, es bien sabido, pusieron en cuestión muchos principios del liberalismo clásico e inauguraron lo que más adelante se llamaría liberalismo moderno.
En cualquier caso, a pesar del tiempo transcurrido, nació hace ya más de doscientos años, sigue teniendo interés su explicación de la degeneración de algunos sistemas democráticos en tiranías de las mayorías. Para él, estos fenómenos de despotismo, hoy bastante más próximos de lo que nos podemos imaginar, traen causa del deseo irrefrenable del pueblo por la igualdad y en la posibilidad de que ésta se imponga democráticamente. La libertad, aunque es también un bien relevante para la ciudadanía, suele ser destruida por la igualdad cuándo esta se lleva al límite, cuando se concibe en franca oposición a la libertad, que incluso llega a presentarse como generadora de desigualdad.
En la práctica, dice Tocqueville, puestos a elegir entre libertad e igualdad, el pueblo elige la igualdad y, en su nombre, se prohíbe la libertad de ser diferente, forzando a las minorías a identificarse con los modos de ser, con la cultura, y con las ideas sociales de la mayoría.
Hoy, sin embargo, asistimos a las tiranías de las minorías en la medida en que por estrictas necesidades de conservación del poder se ponen en marcha orquestadas campañas de control y dominación social a cargo de cierta tecnoestructuras que, es el caso del 20-D de 2015, aspiran a sustituirse unas a otras. Ante esta situación, habría que preguntarse sobre algo tan evidente cómo la protección de las mayorías ante la tiranía de las minorías, cuestión que ordinariamente debiera resolverse, de contar con una ciudadanía ilustrada y con criterio, con la retirada de la confianza de los ciudadanos a los gobiernos que actúen de tal manera.
Para Tocqueville, en las repúblicas democráticas el cuerpo permanece libre, pero el alma es esclavizada puesto que la tiranía de la mayoría se convierte en un despotismo del que ni siquiera se libra la mayoría que lo impone. A este despotismo Tocqueville lo llamará blando y procede del llamado Estado benefactor o burocrático. Es un despotismo suave de un gobierno al que el pueblo, dice Tocqueville, no tiene reparos en entregar un poder casi ilimitado para que le procure la máxima felicidad posible. De esta cita del pensador francés se deduce su profunda crítica de las perspectivas utilitaristas, hoy tan presentes, en virtud de las cuáles el gobierno, en la mejor versión de Bentham, se dedica a manipular el dolor y el placer para conseguir la felicidad del mayor número de personas.
Del despotismo blando, del Estado tutelar, se llega a ese individuo aislado, insolidario, perdido y sumergido en una innumerable maraña de individuos tan solitarios como él, dirá Tocqueville, que buscan incesantemente los pequeños y mezquinos placeres con que saciar su vida; placeres a los que tiene derecho como cualquier otro.
Pues bien este igualitarismo que produce el utilitarismo y el radicalismo reinantes en tantas partes del mundo, ahora más que antes, requiere de una Autoridad poderosa y tutelar. Hoy no hay que ser muy avezado para saber de qué espacio o movimiento procede este irrefrenable deseo.
El filósofo de la política francés, por otra parte, llama la atención sobre la necesidad de que los sistemas democráticos cuenten con sociedades estructuradas por una rica vida asociativa, que sirva de contrapeso al omnímodo poder del Estado y, además, reclama una ciudadanía educada cívicamente que pronto o tarde termine con “esa feliz esclavitud deseada por la mayoría”.
Si Tocqueville levantara la cabeza de su tumba probablemente no tendría mucha dificultad en identificar ese despotismo blando que nos ha gobernado estos años y, sobre todo, a la nueva minoría que ahora aspira ejercer un poder tutelar férreo y contundente.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.