La profunda decadencia en que ha entrado, no la política, sino los políticos, una y otra vez nos recuerda que en la historia existen modelos y paradigmas de lo que debe ser el ejercicio de esta actividad tan noble y relevante. Al leer, mes tras meses, las calificaciones que los ciudadanos otorgan a quienes están al frente de la cosa pública, es cada vez más urgente la presencia en la vida política de personas, hombres y mujeres, con principios. Con principios que se llevan a la práctica, no con principios que se abandonan en función de la supervivencia política.
 
Uno de los políticos que más caracterizó por su lealtad a sus principios, tanto que murió por ellos, fue Tomás Moro, gran canciller bajo el reinado de Enrique VIII y profundo humanista que con su ejemplo y su tarea profesional demostró que se puede ser un gran hombre público sin renunciar a los principios y a las convicciones. Principios y convicciones que, como bien sabemos, le condujeron a la horca en 1535 por negarse a quebrarlos.
 
Moro, es bien sabido, se especializó en derecho marítimo y derecho comercial, desempeñó distintos cargos de naturaleza judicial, realizó tareas diplomáticas en Flandes, Calais y en Inglaterra. Tras haber encauzado inteligentemente una revuelta en Londres contra mercaderes extranjeros, Enrique VIII lo lleva a la Corte como consejero real, vice-tesorero del Echequer, presidente de los Comunes y, finalmente, en 1529, Canciller de Lancaster, cargo al que renuncia en 1532 por su oposición tanto al Acta de Supremacía como al divorcio de Enrique VIII de Catalina de Aragón. Entonces, comienza a percibir que ser leal a los principios no es fácil: se le acusa de traición y se le encarcela en la Torre de Londres, dónde es decapitado el 6 de julio de 1535, cinco días después de su condena de muerte.
 
Tomás Moro fue un hombre de  Estado que lo fue todo desde el punto de vista político. Pudo haber ganado más dinero dedicándose al ejercicio libre de la profesión de abogado. Escribió numerosos libros, algunos como Utopía, que son clásicos del pensamiento político por plantear la fundamentación y legitimidad del poder. Cultivó la amistad de notables humanistas de la época como Juan Colet, Guillermo Linacre o Erasmo de Rótterdam, con quienes manutuvo una interesantísima correspondencia sobre las más importantes cuestiones del momento.
 
La vida y las obras de Tomas Moro fueron un testimonio bien claro de que la conciencia está por encima del poder y que en cuestiones esenciales hay que mantenerse firme. Un ejemplo para todos los que se dedican  a la política, para todos los que en el futuro aspiren al ejercicio del poder. Hoy en día Maquiavelo, quien lo podrá dudar, tiene más discípulos que Moro. Sin embargo, frente a la astucia de quienes no aspiran más que a estar permanentemente encarnados en el mando, Moro representa lo mejor de la más noble actividad a la que puede entregarse el ser humano: la rectoría de los asuntos públicos en orden a la mejora de las condiciones de vida de sus conciudadanos
 
Tomás Moro renunció a sus cargos precisamente por seguir los dictados de su conciencia frente a los deseos del poder. Hoy, que vivimos en un mundo en el que en ocasiones los políticos renuncian a sus principios por acomodarse al poder, por mantenerse, cueste lo que cueste, en el poder, la figura de Moro resplandece con luz propia y proporciona un elevado estímulo para que la actividad pública sea un trabajo orientado a la promoción de la dignidad del ser humano y de sus derechos fundamentales.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.