Transparencia Internacional (TI) acaba de publicar el informe mundial sobre la percepción de la corrupción correspondiente a 2013.España, como era de esperar, cae nada menos que 10 posiciones. En Europa ya solo nos supera Italia y de nuevo los países nórdicos se sitúan a la cabeza de la transparencia. Ahora ocupamos la 40 posición de entre 177 países.
La pérdida de 6 puntos desde 2012 supone que nuestro país obtiene la nota más baja en este índice de los últimos quince años, lo que a la vista de de que acontece a diario no es de extrañar. Encabezan el ranking Dinamarca, Nueva Zelanda, Finlandia, Suecia, Noruega y Singapur. A la cola están Afganistán, Corea del Norte y Somalia, seguidos de Sudán y Libia
Los dirigentes de Transparencia han destacado que el abuso de poder, los acuerdos clandestinos, la opacidad, y el soborno siguen castigando gravemente a sociedades de todo el mundo. Mientras que en los países que destacan por su transparencia existen, y se cumplen, los sistemas de acceso a la información y existen normas exigentes de conducta, donde hay más corrupción es donde la rendición de cuentas brilla por su usencia y donde las instituciones públicas son poco eficaces.
Por otra parte, las autoridades de esta ONG Internacional señalan con ocasión de la presentación del informe correspondiente a 2013, que incluso en los países con mejor calificación existen riesgos severos de corrupción en relación con temas como la captura del Estado, la financiación de los partidos políticos y de las campañas, la supervisión de la contratación pública. Hoy, la presión de los señores de este mundo es de tal calibre que es muy difícil escapara de sus garras.
En relación con España, Transparencia Internacional señala que en 2013 se rompe la tendencia a la estabilidad de los últimos años a causa de que han funcionado mejor los sistemas de control, a que han aflorado más casos, a que la prensa ha prestado gran atención a estos supuestos y a que en una situación de grave crisis económica, tal situación ha generado una alarmante situación de indignación general que estos días es especialmente visible. Otros factores que explican el descenso de nuestro país en transparencia, a juicio de TI, son la lentitud de las sanciones penales, la baja intensidad de las penas en casos de corrupción graves y la sensación de impunidad reinante. Aunque hay 1900 imputados y 170 condenados en causas de corrupción, la realidad es que la mayoría de ellos no están en prisión, bien sea porque se les impuso una pena de cárcel que no les obligaban a ingresar en presidio, porque fueron multados o inhabilitados o porque todavía tienen recursos pendientes ante la justicia.
La corrupción es un fenómeno universal tan antiguo como el propio ser humano. La conversión del poder público en una suerte de maquinaria de enriquecimiento personal o de grupo no es algo sólo de este tiempo. El uso de los cargos públicos como plataforma para el lucro, la laminación del adversario o la prepotencia no se ha inventado hoy. El mapa de la corrupción en España ya ha disparado todas las alertas pero no se ataja con la contundencia necesaria mientras el populismo se frota las manos.
Así están las cosas. Bien está que ahora los partidos pretendan revisar sus “códigos éticos” para endurecerlos y presentarse ante los ciudadanos como instituciones regeneradas. La cuestión, sin embargo, no depende exclusivamente de normas o códigos. Claro que éstas y éstos son bien importantes. Por supuesto. El problema es que junto a las normas y a los códigos, es menester que de verdad se renueven los compromisos democráticos por los dirigentes y representantes y que los políticos se dediquen al bien público, a la mejora de las condiciones de vida de la gente. No a satisfacer el ego personal, el protagonismo y, tantas veces, la cuenta corriente.
Desde luego, no es sencillo que el panorama político español vuelva a recuperar sus fundamentos. No se hará de la noche a la mañana porque se sabe que la corrupción ha crecido demasiado en este tiempo y que no se puede extirpar de un plumazo. Más bien, de lo que se trata es de reconocer ante la ciudadanía que algunas cosas se han hecho mal. Que no pocos se han aprovechado de su posición política. Que es menester evitar que el personal se perpetúe en los cargos. Que hay que dar entrada en las formaciones políticas a quienes puedan aportar experiencia y eficacia en la gestión en lugar de primar a aduladores, ventajistas y demás aprovechados.
Bienvenidos los códigos y las normas contra la corrupción porque así la gente sabe a qué atenerse. Bienvenidos si se cumplen o se hacen cumplir en lugar de mirar para otro lado cuando no conviene su cumplimiento. Y, junto a las normas y a los códigos, ejemplaridad en el servicio a los ciudadanos. Buena cosa sería que los políticos bajaran más a ras de tierra, que se acercaran más a la convivencia con quienes de verdad sufren y están excluidos del sistema. Cuando los políticos se ocupan en serio de los asuntos de interés general, entonces ordinariamente no hay tiempo para multiplicar la cuenta corriente ni para el uso interesado del cargo público. En cambio, cuando el fin de la actividad política consiste en el cálculo y en la astucia para permanecer en la cúpula como sea, y si es posible con un buen patrimonio, entonces la corrupción, de una y otra forma, con más o menos intensidad, está servida. Ahora lo contemplamos a diario.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. Jra@udc.es