Estos días Save the Children volvía a alertar acerca de una de las más graves lacras sociales de este tiempo: el incremento de los niños soldado en la República Centroafricana como consecuencia de la Guerra Civil que durante años asola ese gran país. Si en 2013 se calculaba que había 2.500 niños soldados, ahora parece que el número de los niños brutalmente explotados para hacer la guerra asciende a cerca de 10.000. Un dato realmente inaceptable que nos permite reflexionar acerca de la inoperancia, del silencio cómplice en palabras de Francisco,  de la Comunidad Internacional en casos como éste. Es decir, la sensibilidad social de las Naciones Unidos, a juzgar por lo que pasa en esta República africana, brilla por su ausencia. No es una cuestión interna porque afecta a los derechos humanos, y los derechos humanos son universales y deben ser protegidos en cualquier parte del mundo.
 
Las Naciones Unidas, a pesar de que tiene un mandato de preservar la dignidad del ser humano en todo mundo, choca contra la roca de la soberanía de los países. Un concepto que debe ser transformado porque la verdadera soberanía, la propia y genuina del Estado de Derecho, es la de la persona, la del ser humano, que se yergue omnipotente frente a cualquier arbitrariedad, frente a cualquier intento del poder por cosificarla, por laminarla, por violarla.
 
La soberanía, pues, no puede ser un valladar inexpugnable que permita los más abyectos y lacerantes atentados a los derechos humanos. Más bien, debe ser precisamente el espacio jurídico desde el que se permita que el ser humano se desarrolle libre y solidariamente. Y para eso está la Comunidad Internacional y el Derecho Internacional. El problema es que todavía vivimos una ONU de vetos, en un mundo de poderes hegemónicos que se saltan a la torera cuando les conviene los derechos humanos y nunca pasa nada.
 
En este sentido, hay que reclamar que la Comunidad Internacional discurra por el sendero de la sensibilidad social, no por el camino de los intereses de los países y por equilibrios de poder. La sensibilidad social, según como la entiendo, supone, insisto, colocar a las personas en el centro del orden social, político y económico. Cuándo ello así acontece, la acción pública se dirige de manera comprometida a prestar servicios reales al pueblo, a atender los intereses reales de la gente, a escuchar de verdad a la ciudadanía. Ello implica necesariamente el entendimiento con los diferentes interlocutores para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos. Ahora bien, esas prestaciones, esos servicios no son un fin sino un medio para alcanzar mayores cotas de bienestar general e integral para el pueblo. Son un medio para la mejora de las condiciones de ejercicio de la libertad solidaria de las personas, no un sistema de captación de voluntades. El drama de la explotación de los niños para obligarles a combatir en las guerras debería mover a la reflexión de la Comunidad Internacional de manera que no pase ni un día más sin que tal situación siga contaminando la faz de la tierra.
 
No puede ser, es inaceptable, que miles y miles de niños en tantos países del mundo sean objeto de abusos y manipulaciones, a veces para obligarlos a empuñar las armas y morir en el campo de batalla. Todavía hay muchas lacras en este mundo que desdicen de la condición humana y que sigan engrosando una larga lista de atentados y violaciones a la dignidad humana. Aunque queda mucho camino por recorrer, este tipo de noticias pueden servir para sensibilizar más a la sociedad acerca de la importancia de diseñar un nuevo orden político, económico y social más acorde a la centralidad de la dignidad humana. Una gran asignatura pendiente de este tiempo que la crisis no ha hecho más que constatar.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.