La muerte de Adolfo Suarez ha provocado una serie de reacciones en el pueblo español dignas de un profundo análisis, precisamente por espontáneas y reveladoras de lo que se espera de quienes están al frente de las instituciones. Las expresiones de la clase política eran previsibles, sobre todo los comentarios de quienes más le vilipendiaron, que no fueron pocos. Por tanto, pasando de puntillas por el mundo de la obsequiosidad, de la formalidad y de las afirmaciones prefabricadas, merece la pena detenerse en el ejercicio de participación popular que hemos visto estos días. Solo en las redes sociales el fallecimiento del conductor de la transición política a la democracia en España ha sido recibido con cientos de miles de comentarios.
Una primera constatación se refiere a la presencia de españoles de todas las edades y condiciones en las largas colas de despedida en torno al Congreso de los diputados, donde se instaló la capilla ardiente. Es decir, desfilaron por la madrileña carrera de San Jerónimo un buen número de personas que en buena medida, si se siguen sus comentarios y reflexiones en los diferentes medios de comunicación, fueron a dar el último adiós a Adolfo Suarez por su forma de hacer política y de atender las reclamaciones de la ciudadanía. Por su capacidad de tender puentes, de fomentar un clima de entendimiento, por superar los rencores y los odios. En una palabra, por entregarse sin descanso a abrir puertas y a cerrar heridas.
Otra consideración que llama la atención se refiere a la presencia de jóvenes que intuyeron, quizás convocados por los medios de comunicación, que Adolfo Suárez era una figura histórica y no quisieron perderse la ocasión de acompañarlo en la capilla ardiente instalada en las Cortes Generales.
También se ha podido escuchar, de labios de muchas de las personas que se acercaron al Congreso de los diputados los dos días en que sus restos mortales reposaron en la sede de la soberanía popular, comentarios acerca de la necesidad de recuperar esa forma de hacer política al servicio de todos, escuchando los diferentes puntos de vista y haciendo un profundo esfuerzo de comprensión de las posiciones de los demás. Porque, como pensaba y decía Suárez, en todos los lugares y en todas las personas hay ideas y comentarios positivos. El presidente Suárez supo, como pocos, buscar, y encontrar, lo positivo y constructivo de cada opción política y agregarlo a sus propias convicciones. Eso explica, en buena parte, porque la transición política ha suscitado en tantas partes del mundo admiración y reconocimiento, por más que les peses a quienes sigan presos todavía del pensamiento ideológico y bipolar.
La última lección de Adolfo Suárez, para quien la quiera tomar, es clara y concreta. Supone volver a dignificar la política como una tarea al servicio del bien común. Supone, en este tiempo, reflexionar acerca de la funcionalidad democrática de los partidos políticos, implica volver a colocar en el frontispicio de las decisiones públicas la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. Y, sobre todo, invita de forma elocuente y atractiva, a recordar que es necesario escuchar las posiciones de los adversarios políticos y tenerlas en cuenta cuándo constituyan aportaciones al bienestar integral de los ciudadanos. Algo, que junto a la pérdida de la razón del debate público, precisamos recuperar cuanto antes.
Para terminar, a pesar de las muchas descalificaciones que Adolfo Suárez recibidos en los últimos años de la UCD, su conducta y actitud se distinguió por mirar hacia delante, por ignorar los exabruptos y seguir pensando en el pueblo español y en la forma de sacar adelante España. Todo un ejemplo que ha cundido en la ciudadanía. Esperemos que cunda también en los dirigentes y representantes políticos.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo y autor del libro El espacio de centro, prologado por Adolfo Suárez.