En 2018 se cumplirán cuarenta años de la aprobación de la Constitución Española y, sin embargo, sigue abierta la brecha de la lucha política en torno a la interpretación, posibilidades y futuro de todo lo concerniente a la articulación territorial de España. No es gratuito que tal cosa acontezca. La diversidad cultural, las diferencias geográficas entre unas y otras autonomías de la península, los dispares niveles de desarrollo y las distintas posiciones políticas propician el mantenimiento de la polémica y de la discusión en un terreno que constitutiva e históricamente es tan sensible para todos. Ahora, tras la declaración del Parlamento de Cataluña y la aplicación del artículo 155 constitucional, es conveniente volver a los principios de unidad, autonomía, integración y solidaridad, que son los que cimentan el modelo territorial alumbrado en 1978, necesitado desde hace años de perfeccionamiento y de mejor desarrollo.
Pues bien, uno de los factores que más ha contribuido a mantener en viva esta cuestión es el discurso autonomista, que estimula una reflexión más honda, más matizada y más respetuosa sobre cada realidad particular, que se integra en esta otra realidad que llamamos España.
A los constituyentes no les dolieron prendas en considerar a Cataluña, Euskadi y Galicia como nacionalidades. Esto dejó insatisfecho a los nacionalistas radicales y dolió a los unitaristas más fervorosos. Pero lejos de las cuestiones terminológicas, por muy importantes que sean, debemos centrar nuestra discusión en los hechos. España nos interesa, en primer lugar, como ámbito de convivencia de todos los que ocupan los solares peninsulares. Y la convivencia sólo es posible desde la plena aceptación de la identidad y el ser de cada quien. Pero no aceptación resignada o simplemente pasiva, sino aceptación comprometida en el respeto y en la decisión de fortalecer la identidad de cada entidad, de cualquier entidad.
En efecto, lo que nos interesa de España es la cooperación, la cooperación al bien de todos que viene a ser el mejor bien posible para cada uno, para cada uno contando con los demás. Pero donde hay unidad uniformante no hay cooperación, habrá operatividad o capacidad operativa. La cooperación implica, necesita la diversidad, la aportación diversa de los que cooperan y tienen un objetivo común. El objetivo común limita en cierto sentido la capacidad de movimiento y de decisión, pero en otro la potencia y enriquece. Y además la cooperación no comporta pérdida de identidad, antes bien sólo se hace posible desde la identidad, desde el propio genio, y sólo así interesa.
España nos interesa como ámbito de solidaridad, individual por supuesto, pero sobre todo colectiva. No hablamos de una solidaridad en la que aparecen definidos de modo permanente los beneficiarios y los contribuyentes. Hablamos de una solidaridad en la que cada identidad tiene que allegar su esfuerzo según lo que pueda, y donde los que más reciban asuman la responsabilidad de rendir más para el común.
Por eso conviene tratar de autonomía e integración en un equilibrio que conviene encontrar entre todos para cada etapa histórica. No interesa la autonomía que olvida la integración -el ámbito más amplio de convivencia, cooperación y solidaridad- porque deviene particularismo. Y menos aún una supuesta integración que menoscabe la legítima autonomía. Esa no es la integración de la que estamos hablando.
La Constitución vigente, con las reformas que sea menester, proporciona un instrumento jurídico y político adecuado para la consecución de tan fecundo equilibrio, que tenemos que saber encontrar y desenvolver inteligente y respetuosamente los unos con los otros. Una asignatura pendiente que requiere de un esfuerzo de pedagogia cada vez más necesario y un esfuerzo de concordia y entendimiento que nos merecemos todos los españoles.
Jaime Rodríguez-Arana
Catedrático de Derecho Administrativo