«Tenemos voto, pero no tenemos voz». Esta afirmación, aparentemente paradójica, la escuché hace unos días en un coloquio, tratando de la democracia en nuestro tiempo. A unos les puede parecer excesiva y a otros les puede parecer atinada. A mí, al menos, me hace pensar porque en la democracia se vota para estar presente, se elijen representantes para que hagan llegar nuestra voz al Parlamento, para que se refleje en el espacio de la deliberación parlamentaria los distintos intereses y formas de ver la vida que configuran realmente la sociedad. Por eso, si el voto no sirviera para que transmita la voz es que algo grave estaría pasando.
Es frecuente, lo constatamos a diario, que ante la existencia de un problema se tienda a situar su causa en el mundo exterior. Pocas, muy pocas veces, se tiene la gallardía de reconocer que la razón de algo que no funciona está en el interior de la persona o de la institución de que se trate. Pues bien, me parece que la actual situación de la praxis democrática hay que buscarla en el sentido de responsabilidad y de iniciativa de la gente, en la capacidad de compromiso de las personas. Ciertamente, es más cómodo delegar la resolución de los asuntos públicos en unos representantes a quienes ni se conoce, alimentando esa tecnoestructura que ansía adormecer la conciencia de las personas y suplantar sus iniciativas sociales.
En ese sentido, es imprescindible recuperar las potencialidades que nos permiten salir del nicho de la privacidad e irrumpir en el ágora público, que es nuestro lugar natural como ciudadanos que somos. Porque tales potencialidades, tales fuerzas, son las excelencias que el ser humano es capaz de alumbrar en diálogo vital con quienes le rodean.
Hoy es frecuente pensar que la solución a todos los problemas ha de venir del Estado o del Mercado. Sin embargo, la solución viene de nosotros mismos, de la capacidad de articulación real de las libertades de los ciudadanos. Cuando esto no acontece, es el caso de tantos países de influencia occidental, ese vacío es ocupado por la maquinaria burocrática y tenocrática que, ya sea desde el Estado o desde el Mercado, se extienden por el espacio reservado a las energías humanas.
En este contexto, poco a poco, el conjunto de la ciudadanía debe hacer posible que los ciudadanos demuestren con hechos que son más responsables, más comprometidos, más eficaces que todas esas cúpulas tecnoestructurales que secuestran incluso las ideas de las personas a quienes dicen representar con el objetivo de permanecer en la poltrona cuanto más tiempo mejor. Ese es el drama político de este tiempo, no cuentan las personas, si las estructuras. Es tiempo, pues, de que las personas amigas del pensamiento crítico se rebelen pacíficamente contra este estado de cosas y colaboren con el diseño y construcción de nuevas formas de pensar y de estar en política porque ciertamente las hay. Más, muchas más, que las que hoy ofrece ese pensamiento único y estático que habita ciertas burocracias.
Jaime Rodríguez-Arana
Catedrático de Derecho Administrativo