No hace falta que la última entrega del CIS registre lo que es una realidad que no para de crecer entre nosotros: la corrupción. Sigue siendo por detrás del paro la segunda preocupación de los españoles y con tendencia al alza. En efecto,  todos los días entran y salen de los juzgados imputados o condenados por delitos de corrupción.
No hace mucho tiempo, antes del 25 M, la Comisaria Europea de Justicia daba a conocer un demoledor informe sobre la corrupción en Europa. En algunos países, según las encuestas manejadas por la UE, más del 90% de la población pensaba que la corrupción era generalizada. Así las cosas, en un escenario de crisis general, no sorprende que en las elecciones del 25 M la abstención haya sido la que ha sido y que los populismos, de un u otro signo, hayan ascendido mientras caen en picado los partidos tradicionales, presos de unas burocracias que les impiden ver la realidad tal cual es.
No hay que ser un lince para comprender el alcance de la ecuación corrupción-desafección. Cuando quien dirige en el sector público, y también en el privado, se conduce con arreglo a exigentes parámetros materiales de ética, el grado de confianza y fiabilidad en las instituciones y corporaciones es proporcional a la exigencia del temple y compromiso ético. Y cuándo, como es el caso, la corrupción campa a sus anchas, el grado de desafección sube como la espuma. El 25 M volvió a comprobarse y es posible que la tendencia vaya a más en posteriores comicios.
La corrupción preocupaba a los dirigentes europeos  antes del 25 M y ahora, tras las elecciones, debería ser objeto de un tratamiento especial y firme que se concretara en un gran acuerdo nacional entre partidos políticos y agentes sociales. En España, no se puede olvidar, el informe de la UE señalaba que el 95% de la población  pensaba que en nuestro país la corrupción está generalizada. Ahora, tras el último informe del CIS, la preocupación por la corrupción sigue creciendo siguiendo una tendencia preocupante mientras la regeneración que precisamos sigue esperando.
Los principales dirigentes políticos, económicos, sociales y culturales deberían urgentemente sentarse y hablar en profundidad de la situación para preparar cambios sustanciales en la ordenación de la política y de la economía. Unas transformaciones que deberían ser adecuadas a la magnitud del problema.
Así las cosas, es lógico que la ciudadanía de las espalda a las instituciones que considera más desprestigiadas, los partidos políticos, así como a las personas que las lideran como ha acontecido en toda Europa el 25 M. El grado de incrustación de determinados grupos en las instituciones clama al cielo,  así como el sinnúmero de agentes y operadores colocados  hasta la última de las más elementales asociaciones del entramado social. Vivimos, es triste reconocerlo, en  una sociedad sin temple moral y sin recursos cívicos que es pastoreada sin el menor problema por especialistas en manipulación y control social.
La Comisaria de Interior de la UE, la sueca Cecilia Malmstrom, responsable del reciente informe sobre la corrupción en Europa, señalaba sin tapujos meses atrás que la corrupción mina la confianza de los ciudadanos en las instituciones democráticas y en el Estado de Derecho, causa daños a la economía europea y priva a los Estados de unos ingresos que les son muy necesarios. ¿Qué políticas sociales podrían realizarse si por ejemplo en España se dispusiera, a mayores, de  esos 40.000 millones de euros que un estudio de una Universidad pública estima que nos cuesta la corrupción a los españoles?..
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es