La corrupción campa a sus anchas. La percepción ciudadana en algunas partes de España es altamente preocupante. Nueve de cada diez personas consultadas admiten a su juicio que hay  corrupción en la política institucionalizada. España, sin ir más lejos, no mejora, según Transparencia Internacional. Y si no se mejora, lo que suele ocurrir, es que se empeora. ¿Por qué tanta corrupción se pregunta más de uno al conocer en estos días algunas encuestas e índices en esta materia?.
 
La corrupción es una realidad, nos guste más o nos guste menos. Es una realidad que en unos países tiene más extensión y en otros menos. Normalmente, la emergencia de la corrupción pública suele ser el trasunto de la corrupción social y personal, ya que la corrupción no la cometen los entes  públicos o los actos administrativos, sino las personas que representan instituciones públicas o que dictan, o dejan de dictar, actos administrativos.
 
Así las cosas, las causas que podemos encontrar en el trasfondo de la desnaturalización del poder público, que es lo que esencialmente es la corrupción pública, son de muy diversa procedencia. Hoy, siguiendo un reciente documento del instituto internacional de estudios anticorrupción, me voy a concentrar el la existencia de una peculiar manera de entender el poder. Me refiero a la existencia y ejercicio de la versión autoritaria del poder, sea a nivel social o a nivel institucional. Esta forma de entender y ejercer el poder supone que quien loe ejerce impide o dificulta la participación social y pretende, a través de él, ahormar y dominar la realidad sobre la que se proyecta su actividad. Es un poder de dominio que gusta de exhibición y, por supuesto, de laminación del no alineado. A la vez, elude cualquier control real y la rendición de cuentas, la material, no tiene cabida.
 
Desde la perspectiva social, el poder así ejercido es  materialmente compatible,  vaya si lo es, con la democracia formal. Cuándo se produce la corrupción normalmente se rompe el equilibrio y el control entre los  poderes  Ejecutivo, Legislativo y  Judicial se torna en un sueño imposible. En estos casos, ni hay rendición de cuentas real, ni los ciudadanos controlan socialmente al poder.  En este contexto es posible que el poder conviva con sistemas formales de rendición de cuentas y con una participación ciudadana vertical.
 
El autoritarismo es una enfermedad de nuestro tiempo. Un autoritarismo sibilino, revestido de buenas intenciones, es más frecuente de lo que nos imaginamos. Por una razón, porque no es fácil encontrar personas constituidas en autoridad que admitan la crítica y que busquen de verdad la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. Es más rentable, piensan, estar siempre en la cúpula, como sea. Así nos va.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.